Si bien son muchos los regalos que la UFV suele hacer a las personas que en ella trabajamos, de todos ellos, quiero destacar el inmenso regalo que me fue dado al ofrecerme el reto de enseñar Literatura a los alumnos de Periodismo.
Recuerdo que tuve que robarles muchas horas a las noches para poder afrontar la tarea durante el día. Antes de entrar en el aula, siempre tenía que encomendarme a Dios y pedirle que fuese Él el que hablase y pensase por mí durante los siguientes 90 minutos. Quería evitar caer en errores, intentar no confundir fechas y poder recordar con exactitud los contenidos que con tanto cariño y esfuerzo había preparado para cada sesión.
Al poco tiempo, me di cuenta de que mi miedo escénico dejó paso a una tensión sana que me permitía darme cuenta de la pasión que me despertaba poder compartir con mis alumnos las grandezas de las ideas y la belleza que encerraban cada uno de los fragmentos literarios en los que nos adentrábamos. Indagar en las circunstancias personales de cada escritor, intentar comprender sus miedos, sus pasiones, sus debilidades. Conocer los contextos en los que vivieron; el mundo del pensamiento, el mundo de la ciencia, el mundo social y económico que rodeó la vida de cada uno de nuestros escritores nos ayudaba a acercarnos a la verdad de cada obra que leíamos y nos ayudaba a sentir compasión, rabia, admiración, tristeza o dolor hacia cada uno de los personajes que durante la lectura llegaban a formar parte real de nuestra vida.
Dice Evaristo Aguado, del portal todoliteratura.com, que “la lectura debe tener propósito para poder ser eficaz y generar un impacto realmente bueno”. Y es ahora cuando comprendo que, efectivamente, fue la motivación y el propósito de enseñar a mis alumnos Literatura lo que despertó en mí un profundo amor por la lectura que no había logrado sentir hasta entonces. Ese fue mi regalo.
«Durante estos días de aislamiento forzoso, he vuelto a recurrir a la lectura y he vuelto a preguntarme por el propósito y la motivación que durante estos días estaba teniendo la lectura para mí».
Leer y comprender a Sófocles, a Camus, a Tolstói, a Séneca o a Becker me enseñó a diferenciar entre la actividad que suponía leer, como dice Aguado, “simples palabras juntas unas al lado de las otras”, y la actividad de leer logrando que cada historia leída fuese capaz de transformar mi vida y supongo que la vida, también, de alguno de mis alumnos.
Hasta aquí, la historia de por qué tardé tanto en aprender a leer de verdad, porque ahora sé que las cosas no se aprenden hasta que se enseñan.
Durante estos días de aislamiento forzoso, he vuelto a recurrir a la lectura y he vuelto a preguntarme por el propósito y la motivación que durante estos días estaba teniendo la lectura para mí.
Por un lado, en estos momentos, la lectura me permite sentirme acompañada de personas como José Arcadio Buendía, el protagonista de Cien años de Soledad. Una persona de carácter fuerte y de voluntad inamovible, extravagante, apasionado, un gran emprendedor y un líder al servicio de su comunidad. La historia de realismo mágico que Gabriel García Márquez nos narra en esta obra es, sin duda eso; una historia real que logra conmover nuestras entrañas a la vez que nos permite de forma mágica imaginar aspectos ajenos a nuestra realidad y ser capaces de dejar volar nuestra imaginación para comprender la gran metáfora que la familia Buendía representa para todas las familias del mundo.
Otro de los propósitos que durante estos días encuentro en la lectura es el de lograr apaciguar mi corazón inquieto y preocupado. Para ello, recurro a El Castillo Interior de santa Teresa. Esta santa cuenta con mi devoción por varios motivos: en primer lugar, nació en la ciudad en la que nacieron mis padres y recuerdo, sobre todo a mi madre, hablar de ella con admiración, cariño y devoción. Santa Teresa es una persona que sigue viva en cada una de las piedras de la ciudad abulense. Ciudad que he recorrido en varias ocasiones siguiendo sus huellas hasta llegar a la Universidad de la Mística de Ávila. Este espacio académico estudia la vida y obra de la santa de una forma rigurosa. Su edificación es toda una simbología de la vida y obra de santa Teresa y pernoctar entre sus muros permite comprobarlo; techos sin pintar, de puro hormigón, para recordarnos que así somos nosotros; personas siempre en construcción, siempre sin acabar y con la necesidad de mirar hacia arriba para ver si Dios nos da alguna pista de por dónde debemos tirar. Es en este espacio en el que adquirí el libro de santa Teresa que me acompaña también durante estos días. Esta lectura sostiene mi espíritu y me recuerda lo importante que es recorrer con honestidad cada morada de nuestro propio castillo interior. Santa Teresa nos enseña a no tener miedo, “cerrar los ojos para poder ver”. Ver nuestras miserias y ver también aquello que nos hace grandes. De esta forma, recoge en la descripción de las primeras moradas lo siguiente: “No es pequeña lástima y confusión que, por nuestra culpa, no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es, y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas. Mas qué bienes puede haber en esta alma o quién está dentro en esta alma o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura: todo se nos va en la grosería del engaste o cerca de este castillo, que son estos cuerpos”. Tremenda la reflexión a la que nos invita santa Teresa y muy adecuada para estos días en los que vemos cómo nuestras vidas se tambalean, sin que sepamos si lo que nos duele es el alma o es el cuerpo físico.
Por último, el tercer propósito que encuentro estos días en los libros es seguir formándome en las materias que me han sido dadas para compartir con otros. Y este propósito lo logro adentrándome a ratos, de la mano de Óscar Wilde, en su Arte de conversar. Una “versión de bolsillo” que un año adquirí en un mercado literario de verano. De momento, confieso que prefiero al Wilde de Dorian Gray. En El arte de conversar, el escritor muestra esa retórica superflua de la que se sabía gran maestro y que utilizaba para entablar relaciones con la alta aristocracia. Un Óscar Wilde que me recuerda a los grandes sofistas y que me sirve para corroborar una de las máximas de nuestra asignatura de Retórica; es mejor ser un orador auténtico que un orador perfecto.
«Tremenda la reflexión a la que nos invita santa Teresa y muy adecuada para estos días en los que vemos cómo nuestras vidas se tambalean, sin que sepamos si lo que nos duele es el alma o es el cuerpo físico».
Mientras tanto, en mi mesilla, esperan su turno libros como El discernimiento, de Rupnik, o la obra de Alan Bullock sobre La tradición humanista en Occidente. Estos son libros que veo cada vez que me toca limpiar el polvo y no hay ocasión en la que me pregunte el porqué de mi resistencia a su lectura. La respuesta siempre es la misma; tengo miedo a que estos libros me lleven a un espacio y a un tiempo para el que aún no esté preparada. De esta forma les sigo dejando reposar y ellos siguen dejándose cubrir de polvo.
Fuera ya de mis propósitos conscientes y motivadores de las lecturas que he mencionado, el exceso de tiempo me lleva a bucear en la prensa escrita; artículos de fondo y artículos sin fondo que pasan por mis ojos y por mi corazón dejándome unas veces indiferentes y otras con ganas de replicar. Replicar y ejercer el derecho a la queja. Quejarme de sentir que quien escribe no quiere o no puede escapar de esos sesgos informativos y errores cognitivos que le llevan a ofrecernos solo una cara de la realidad, contribuyendo con sus escritos a que un día más, nos acostemos sin saber nada más que la mitad de la verdad. Otros artículos me llenan de esperanza y me hacen recobrar la fe en el buen periodismo; en este sentido destaco el enriquecimiento que me ha aportado el artículo de opinión publicado el pasado sábado 28 de marzo en el diario El País, firmado por el periodista Antonio Caño y titulado Ahora es la hora: todo un esfuerzo de prudencia y de análisis riguroso. Caño pide para estos momentos un esfuerzo de entendimiento a todas las personas e instituciones, a pesar de saber, como dice que “No va a ser fácil. Después de años en los que la alimentación del odio ha dominado la práctica política —odio al otro, al del otro país, al del otro pueblo, al del otro sexo, al de la otra lengua, al del otro partido— no va a ser sencillo superar prejuicios y mitos hábilmente fabricados”. Comparto esta mirada y la lectura de este artículo me lleva a reflexionar sobre la inminente, a la vez que utópica necesidad, de que nuestros políticos sean capaces, por una vez, de desprenderse de sus personajes ficticios, de salir de las páginas del libro al que creen que pertenecen, para dejar paso a esas personas que hoy, más que nunca, necesitamos que logren un consenso para asumir lo difícil de la situación.
Y así pasan los días. Leyendo y olvidándome hablar de otro de los propósitos y motivaciones que he de confesar que la lectura está teniendo ahora en mi vida; el propósito de escapar de la realidad. La realidad que nos llega a través de las imágenes y testimonios profundamente dolorosos que nos dejan los telediarios. Al leer, huyo de mi propia impotencia, de la profunda tristeza que siento por la situación que viven personas lejanas y cercanas. Huyo de mi falta de valentía por hacer algo más que permanecer en casa protegiendo mis miedos con bellas historias que me cuentan los libros. Benditos y malditos libros.