Parte del 20% de los españoles mayores de 18 años que viven solos se han quedado completamente aislados de sus familiares y amigos durante los meses de confinamiento. Unas 5.417 personas viven en residencias de mayores, según datos recogidos en el Informe Envejecimiento en Red, correspondiente a octubre de 2019, y elaborado por el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Todas ellas han sido afectadas por esta crisis del coronavirus.
Durante ese periodo, tanto jóvenes como mayores no han podido recibir visitas ni salir a ver a nadie. Este hecho supone que estas personas -que ya de por sí se sienten solas en ocasiones, porque no tienen familia o porque la que tienen no puede visitarlas tanto como les gustaría- se sienten aún más aisladas y, por lo tanto, más solas.
Las personas mayores no son las únicas que padecen los efectos de la soledad.
Los jóvenes también se sienten solos, y el confinamiento y las posteriores fases de la desescalada han puesto de manifiesto esta realidad. Por una parte, los que son hijos únicos viven un confinamiento en el que su única compañía son sus padres, por lo que sienten un vacío ante la imposibilidad de tener contacto con personas de la misma edad. Por otra parte, también hay quien pasa más de tres meses sin poder ver a sus amigos, a esa segunda familia que han elegido, porque viven en municipios, provincias o incluso comunidades diferentes. Con la llegada de la desescalada por fases, muchas personas empezaron a salir a la calle, pero otras se limitaron a saber que su grupo de amigos se reencontraba mientras ellas seguían sin poder moverse de su domicilio.
Este es el caso de Natalia de la Hoz, una estudiante de Comunicación Audiovisual que es hija única. Los grupos de clase han sido su única forma de salir de las cuatro paredes de su casa, pero, durante el confinamiento, De la Hoz ha aprendido a disfrutar de sí misma. La joven toledana reconoce que esta experiencia le ha servido para madurar. Por ejemplo, quiere evitar procrastinar, porque durante la pandemia se ha dado cuenta de que no podía realizar lo que había dejado de hacer en su día, por ejemplo, quedar con los amigos.
Para paliar el sentimiento de soledad, sobrevenida por una situación más grave como es la muerte repentina de una hija, Juan Delgado y su mujer Pepa Gómez tienen un método infalible: llamar cada día a una persona.
De ese modo, los días de dolor no se hacen tan cuesta arriba. Al ejemplo de Juan y Pepa se suma el de Encarna, quien tampoco padece mucho el tener que quedarse encerrada en casa. Durante la cuarentena, ella convivía con su marido, enfermo terminal, por la incertidumbre de la situación sanitaria. «Cada día, estaba más agobiada», reconoce. Su marido confundía la situación con la guerra y al oír las declaraciones de políticos y sanitarios sobre el riesgo de los mayores se asustaba. Tal y como le pasa a la joven venezolana Estefanía, para Encarna, los momentos a solas con sus pensamientos son su peor pesadilla: «¿Y si pasa esto? ¿Y si cojo el coronavirus?».
«Me sentía muy sola, pero mucha gente me llamaba», afirma Encarna, quien reconoce que el acompañamiento le viene bien, a ella y a cualquier persona que sienta soledad. De un modo u otro, todas estas personas albergan este sentimiento en su corazón, pese a tener edades diferentes. Todas ellas coinciden en que la pandemia deja una lección importantísima en la sociedad: el contacto humano es vital. Las dos jóvenes buscan la compañía de sus amigos o compañeros de clase. Las mayores la buscan también, pero en las llamadas telefónicas.
Sentirse acompañado es vital para todos. Ya lo decía Aristóteles, «el hombre es un ser social por naturaleza». Coincide con él Lorena Prieto, coordinadora del Teléfono de la Esperanza, para quien «es muy difícil vivir sin estar acompañado». Para ella, que trabaja en un centro en el que las personas realizan su voluntariado para descolgar el teléfono y escuchar a quien lo necesite, el acompañamiento es «estar ahí», supone una escucha activa «con todos los sentidos, para que la persona note tu presencia».
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Con Lorena Prieto coincide la doctora Marisa Fernández, responsable de proyectos médicos y directora de los programas de acompañamiento de la Orden de Malta, institución católica que se dedica, entre otras funciones, a ofrecer acompañamiento a personas mayores que viven en residencias. Para ella, la soledad empeora la propia salud física, y es que «nadie quiere reconocer que está solo». Fernández dirige Conectados, un programa que pone en encuentro a personas mayores con voluntarios que les prestan acompañamiento de manera online. Tanto Prieto como Fernández defienden la vocación de acompañar como herramienta de lucha contra la soledad que viven mayores y no tan mayores.
Esther García, directora de la residencia de mayores Los Llanos, también habla de lo importantes que son estos espacios para los mayores, ya que «contribuyen a su socialización» y allí encuentran «una gran familia, que no sustituye a la suya, pero que es una familia social». Esto también les ayuda a mejorar su condición física y mental, porque lo que necesitaban es a otras personas que las acompañen y a las que vean como iguales.
García señala también la importancia de no ver las residencias como un lugar de «abandono» de las personas mayores, sino como un lugar que les permite una socialización que no encuentran algunas veces en su familia. Además, remarca la necesidad de «recuperar la figura histórica que ha tenido el mayor como custodio histórico de experiencia y de conocimiento».