El monstruo de Ania se llama anorexia. Estuvo cinco años a su lado, apareciéndose siempre junto a su reflejo. La presión social, la situación familiar, los exámenes… Un cúmulo de cosas sobrealimentó a la bestia. «Me di cuenta de que estaba deprimida en el momento en el que perdí las ganas de vivir», confiesa una joven audaz, que con solo 19 años ha visto demasiadas veces la muerte de cerca. «Mi familia había tenido ya lo suyo», resume ella, «lo mío solo fue una enfermedad más que añadir a la lista», resalta.
De un día para otro, Ania, una adolescente que vivía para la fiesta, que apenas aparecía por casa y casi nunca quería pasar tiempo a solas, empezó a despertarse entre lágrimas, a esquivar a sus amigos y a perder, cada día más, el control sobre su cuerpo. La inseguridad a no ser igual o mejor que el resto, siempre había estado ahí. Sin embargo, lo de entonces era diferente, uno de los días en los que se despertó llorando, supo que «había tocado fondo».
Fue entonces cuando reunió el valor para pedir ayuda a su madre, la llevó al psicólogo, que le diagnosticó la anorexia nerviosa. A punto estuvieron de internarla en el hospital, en su lugar la metieron en un centro de día con otras chicas de su edad con el mismo trastorno. «Parecía una secta. Nos obligaban a hacer piña y a quedar fuera del centro», argumenta. «Eso y engordar, nos hacía ganar puntos que nos acercaban a la libertad».
Ania dice encontrar un cierto paralelismo entre lo que sufrió y la película de Netflix, Hasta los huesos, «solo que a mí no me dejaban tanta libertad con la comida», apunta.
Ania sostiene que algunas chicas del centro «llegaban a tomarse siete pastillas de Lexatin o Lorazepam, al día, solo para lograr estar normal».
«Estoy segura de que ese centro me hizo empeorar. Me aisló todavía más del mundo, y las pastillas no me ayudaban a integrarme». Ha probado todo tipo de antidepresivos, después de hacer una lista con todos ellos, admite que aún hoy, curada, toma Fluoxetina y Deprax, y que, no se atreve a que pase un día sin tomárselos. Por otro lado, también dice que su caso no fue extremo, pero en el de algunas de las chicas del centro «llegaban a tomarse siete pastillas de Lexatin o Lorazepam, al día, solo para lograr estar normal».
Dejó el primer centro porque no supo ayudarla. Según ella, le hacía estar todavía más deprimida y enfadada con todos sus familiares y amigos, aunque fuera consciente de que solo intentaban ayudarla.
La metieron en otro que era prácticamente lo opuesto al primero, pero pronto se dio cuenta de que tanta libertad no le hacía ningún bien. Entró en el tercer centro, al que continúa yendo una vez por semana.»Lo peor ya pasó, se podría decir que ya estoy curada», confiesa, «aunque siempre cabe la posibilidad de volver a hundirme», destaca.
Lo que la salvó
Cuando le preguntas si el tercer centro fue el que la salvó de la depresión, Ania corrige: «al final fue todo cosa de mis amigos, sobre todo mi novio, aunque tardé mucho más en contárselo. Me dejó superimpactada la actitud de todos, fueron a hablar con mi psicóloga y estuvieron allí en todo momento, a pesar de que yo, al principio, les tratase como la mierda. Venían a verme y me recordaban quién era yo».
A día de hoy, confía en haberse curado, pero admite ser mucho más susceptible a los bajones, “de esto es difícil salir del todo”. Cada vez que pasa por un bache, teme volver a caer en las garras del monstruo. Sin embargo, su novio, Nacho, la recoge de cada vaivén. Ania dice que él fue su mayor suerte y no está segura de haber podido vencer a la bestia sin su ayuda ni la de todos y cada uno de sus amigos.