Némesis médica

- PENSAMIENTO - 23 de marzo de 2020
Ángel Barahona, director de Formación humanística de la UV
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Mateo, 24: «Oiréis también hablar de guerras y rumores de guerras. ¡Cuidado, no os alarméis! Porque eso es necesario que suceda, pero no es todavía el fin. […]; 17. el que esté en el terrado, no baje a recoger las cosas de su casa; 18. y el que esté en el campo, no regrese en busca de su manto […]. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. 36. Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, […]. 38. Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, 39. y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo del hombre. 40. Entonces, estarán dos en el campo: uno es tomado, el otro dejado; 41. dos mujeres moliendo en el molino: una es tomada, la otra dejada. 42. «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor».

Este pasaje del Evangelio no trata de ser agorero, ni fundamentalista, describe una situación. El evangelista no habla de castigo divino, está narrando una predicción científica. Hoy sabemos que nuestro sol estallará en pedazos, que las estrellas están en movimiento con todo el universo hacia la entropía. Hemos conocido catástrofes guerreras, naturales, biológicas, o tecnológicas… pero todas pasan al olvido… y los humanos seguimos jugando a creernos dioses al instante siguiente de la devastación.

Me están comentado médicos amigos que la cosa se nos ha ido de las manos. Se oyen sus quejas, sus miedos, sus angustias. Están viviendo un microapocalipsis, tomando decisiones que nunca hubieran imaginado, decidiendo entre la vida y la muerte por razones utilitaristas.

No hay nada que no lo hubiera vivido antes la humanidad ni nada que no hubiera sido preanunciado (debería decir profetizado, pero, en fin, vale… A partir de aquí los que tienen prejuicios antirreligiosos pueden dejar de leer y seguir en su mundo). René Girard escribió un libro que traduje para la editorial Encuentro titulado -citando un versículo de Lucas 21, 28-, Cuando empiecen a suceder estas cosas. Absolutamente profético al igual que el último que escribió antes de morir, que estamos ahora traduciendo y que saldrá pronto su publicación: Achever Clausewitz (Completar a Clausewitz), sobre el libro de este último, De la guerra, un estratega prusiano que hubo de enfrentarse a Napoleón (un auténtico tratado sobre un apocalipsis militar).

En el pasaje de Lucas, los discípulos le preguntan a Jesús qué cosas serán estas… y empieza a describir sucesos apocalípticos ininteligibles para la astronomía o física del universo de su tiempo. En el versículo 11 dice: «Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato«. 10. Entonces les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. 11. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo».

«El problema es el miedo que el hombre tiene a la muerte. Pero ¿dónde está el origen de ese miedo? Hay un foso infernal que irradia ese temor. Nos han robado la esperanza del cielo».

Quiero recordar dos lecciones (llamadas “lectio magistral”) que dimos en la universidad. La primera, para la graduación de los alumnos de Biotecnología. Habíamos estado trabajando la encíclica Laudato si y habíamos recordado los libros de analistas y ecologistas renombrados: Hans Jonas, Ivan Illich y Jean Pierre Dupuy. Ambos advierten de los efectos perversos que el hombre está obteniendo sin querer de la aplicación del conocimiento, el que deriva del árbol de la ciencia, prohibido en el Génesis y que han tocado. No proponen un retorno a la Edad de Piedra, pero sí una heurística del miedo (calcular por el miedo a que se desate el pánico las consecuencias de nuestra acción irresponsable antes de hacer nada que embargue el futuro de la humanidad). Hemos de ser prudentes, éticamente intachables, para evitar que lo que hacemos en busca de un bien se pervierta en un mal incontrolable. Illich habla de la arrogancia del individuo que busca adquirir los atributos de un dios. Nuestra hybris higiénica contemporánea ha conducido al nuevo síndrome: “Némesis Médica”. Pone en tela de juicio los efectos negativos y destructores de la medicina industrializada y la biotecnología que caen sobre las personas como una venganza divina. Illich da tres argumentos para explicar por qué la medicina ha rebasado los límites éticos y tolerables y se ha convertido en patógena: “Produce daños clínicos superiores a sus beneficios”; “enmascara las condiciones políticas que minan la salud de la sociedad”; expropia “el poder del individuo para curarse a sí mismo y para modelar su ambiente”. A lo que yo añado: se deshace del juramento hipocrático y con el pretexto de buscar el bienestar legitima convertir al médico en matarife para construir una sociedad utópica, limpia, ecológica, sostenible.

Los efectos perversos de todo lo que el hombre toca o conoce (Génesis 2, 17: “pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comeréis porque el día que lo toquéis moriréis”) se están haciendo notar: transportes que querían comunicar (coches, aviones…), nos atascan y contaminan; la escuela que debería educarnos para la libertad y enseñarnos a aprender de nuestro errores, en lugar de ello: bestifica, adoctrina ideológicamente, manipula… La lectio trataba de asegurar un pensamiento ético responsable para los que iban a tener en sus manos este inmenso poder.

En otra lección magistral, en la que sirvió para inaugurar el curso 2019-20, hablábamos de Fukushima.

Tratamos de curar un cáncer con agua oxigenada, decíamos. Para acabar con la fuente de la metástasis hay que ir al núcleo radiactivo. El núcleo es que “por el miedo que tenemos a la muerte estamos de por vida sometidos a esclavitud” (Hebreos 2, 15). Por el miedo a la soledad radical, el pensamiento busca soluciones que la multiplican, buscando seguridades a cada paso convertimos al mundo en una cárcel de vigilancia permanente, por el miedo a la verdad nos mentimos unos a otros, por el miedo al otro matamos antes de preguntarnos por qué le matamos, por el miedo a perder la salud nos psicotizamos, vivimos a la defensiva y llenos de temores. Fukushima es la clave. Vayamos al síndrome que ha tenido cientos de nombres a lo largo de la historia (guerra, Chernóbil, SIDA; gripe aviar, gripe española, genocidios varios, peste, vacas locas, tsunamis, terremotos y volcanes, abortos y eutanasias): cuando explota el reactor podemos aportar todo tipo de recursos, métodos, instrumentos, medicinas, hospitales, laboratorios, universidades, terapias, ambulancias, discursos, aportaciones económicas, coagulantes para las heridas, palabras y palabras, tesis incluso, pero si no vamos a sellar el sarcófago nuclear la radiación sigue matando. Hay que ir al fondo de la cuestión. Con todos los medios que pongamos a nuestra disposición no vamos a solucionar el problema del hombre, vendrán otros virus, guerras biológicas, ecológicas, desastres… El problema es el miedo que el hombre tiene a la muerte. Pero ¿dónde está el origen de ese miedo? Hay un foso infernal que irradia ese temor. Nos han robado la esperanza del cielo. Hay que llegar hasta el fondo, donde está roto el reactor y sepultarlo bajo hormigón, pero para eso alguien tiene que morir, arriesgarse a contraer cáncer para mostrar que hay vida más allá de la muerte radioactiva. (Hebreos 2, 14: «así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo«). O sea, entró en la carne, pasó por la muerte para vencer la muerte.

«Lo judeocristiano es un nosotros en búsqueda comunitaria del retorno a lo sagrado, al paraíso».

Para vencer la muerte hay que arriesgarse y hay que hacerlo en comunidad. Alguien conduce el helicóptero, otros hacen el cemento, otros nos guían con sus planos, otros nos advierten de las medidas precautorias, otros han estado en el corazón de la metástasis y nos previenen, otros nos aconsejan cómo hacerlo. Como comunidad es más fácil acabar con la radiación, cerrar el sarcófago. Creernos dioses solitarios nos expulsó del paraíso. Es un dato curioso que en la mitología griega todos los hombres y semidioses que retratan lo humano son unos solitarios patéticos: Narciso, Sísifo, Prometeo. Tienen que sortear miedos, enfrentare al destino, defenderse de los otros, aspiran a pequeños e imaginarios paraísos mediocres, obra de sus manos. Nosotros pertenecemos a una cultura comunitaria. Lo judeocristiano es un nosotros en búsqueda comunitaria del retorno a lo sagrado, al paraíso. Pero aún así, no basta.

Hace falta que alguien nos muestre con su muerte que hay vida para que podamos tener esperanza, para que podamos dar sentido al presente que reclama de nosotros morir, dar la vida por los demás, aceptar ser comunidad/humanidad que ha de compartir un jardín comunal. Porque el amor solo se experimenta dándose, es decir, muriendo para que otro sea. Si todavía los médicos no se esconden en su casa (y estarían en el derecho de hacerlo) es porque tienen incoado este espíritu, legado de 2000 años de cultura cristiana. Porque eso es lo que ha hecho Cristo: mostrarnos que la muerte no es el final, que hay resurrección tras la muerte, que no debemos tener miedo a perderla dándola, y que darla es ganarla, darle sentido. Por eso las formas seculares copian la caridad cristiana: han descubierto el secreto… se dedican a dar vida para obtenerla. El número de ONG es espectacular, pero tampoco basta.

Mis alumnos se reían cuando les decía que el cristianismo apenas ha empezado a significar y realizar aquello por lo que Cristo se encarnó. Hoy estamos muy cerca de entenderlo. Primero porque nos explica la razón por la cual hemos conocido tantos desastres: el pecado de egoísmo (Dios no existe, sálvese quién pueda) nos vuelve locos y nos deja en manos de nuestra propia locura. Segundo, los que mueren por darnos la vida, a la cabeza de la revelación, muestran el anhelo escondido que mueve nuestras vidas: que alguien dé la suya por nosotros. Ese es el paradigma. Si luego, en una cadena de favores debidos hacemos lo mismo solo depende del agradecimiento y de la libertad, que también está en nuestras manos.

La lectio trataba de expresar que, aunque el hombre disponga de medios cada vez más sofisticados -logrados por la educación universitaria- seremos cada vez más frágiles. El problema de la muerte, que es el del sentido de la vida como humanidad, no tiene solución por la ciencia, aun con todo su poder y beneficencia. Hay que apuntar a otro lado.

Esto no es un castigo divino, ni es un determinismo de la historia. Nos mandó profetas para que los escuchásemos, sin embargar nuestra libertad. De momento los matamos y luego levantamos sepulcros y mausoleos. Nos olvidamos de sus advertencias a la vuelta de la esquina y nos volvemos a sorprender cuando retornan de nuevo las cíclicas catástrofes. Volvemos a desempolvarlos, y cacareando repetimos la historia una y otra vez. ¿Cuándo miraremos a aquel que traspasaron que nos mostró el único camino…?: aprender a mirar al otro, a todo otro, con los ojos de Dios.

No tenía ni idea de la suerte que tuve de poder impartir estas lectios y mis clases sobre la Laudato si (encíclica profética o al menos prospectivista, como todas las salidas de las manos de los últimos pontífices) , ¿podríamos llamar proféticas?, antes de que sucediera lo del coronavirus.

Pero no es el fin. Solo se nos pone sobre aviso de que además de a nuestras fuerzas hay que mirar más allá de nuestros medios. Hay motivos para esperar, pero no para alienarnos. El versículo con el que empezaba termina diciendo: Lucas, 21 – 28: “cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación«. Y Mateo 24, 22 “Si no se acortaran esos días, nadie sobreviviría, pero por causa de los elegidos se acortarán».

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