La cuestión del misterio de la muerte siempre está ahí. Se nos mueren seres queridos o políticos que no conocemos. De un modo u otro, esta realidad nos interpela. Podemos jugar con ello, podemos disfrazarlo o podemos visitar lugares santos sin tener tampoco muy claro qué hacemos. Pero haciendo todo eso, nos asomamos al gran interrogante de nuestra vida: ¿qué va a ser de mí?
La conciencia que pongamos en esta pregunta dependerá de la conciencia con la que estemos acostumbrados a vivir el resto de nuestra existencia.
¿Qué es la muerte? ¿Es el final o luego hay un mundo de fantasía y terror? Tras morir, ¿hay una vida plena o el cementerio es la última posada? En este ‘o‘ es donde nos situamos todos aquellos que estamos vivos. No hay evidencias, y con esta falta de seguridades caminamos la vida. Precisamente, en la falta de seguridades es donde un hombre se mide.
Gustave Thibon afirmaba que «el hombre es un ser que piensa, que ama, que va a morir y lo sabe». Un animal muere sin saberlo, sin sufrir su espera, pero el hombre sufre su contingencia y finitud desde el mismo día en que pone un pie en la Tierra. Y su existencia consiste en ir viviendo consciente de que desemboca irremediablemente en un no ser que despierta una pregunta: “Entonces, todo esto ¿para qué?”.
La realidad está ahí, en cada vida, ahora bien, podemos censurarla o decidir vivir buscando respuestas. La libertad del hombre llega hasta allí. A lo que no llega es a cambiar la realidad que se impone. Y parece razonable ver nuestra vida como un todo y preguntarnos por ese todo sin obviar el final, puesto que quizá de las respuestas que obtengamos dependerá la vida en sí misma.
Luis Gonzaga fue preguntado, mientras estaba jugando a la pelota, sobre qué haría si supiera que en 25 minutos va a producirse el Juicio Final. Contestó que seguiría jugando a la pelota. Se trata de alguien que se ha preguntado qué es la muerte y ha sacado una conclusión para su presente. Tanto si creemos en el Juicio como si no, lo más agradecido con nuestra propia existencia será tenerla en tanta consideración que no andemos perdiendo el tiempo con cosas que no haríamos si llegara la muerte. Es decir, jugar con tal conciencia a la pelota que sea la mejor actividad para que nos pille la Parca. No se trata de hacer “grandes hazañas”, sino que lo que hagamos lo hagamos con conciencia de eternidad, de serio dramatismo.
Porque en este punto no funciona Epicuro. El filósofo antiguo afirma que “la muerte no existe, porque cuando esté ella, no estaré yo”. Pero, no es así. La muerte existe mucho antes de que yo deje de estar, solo tenemos que ver nuestras heridas, y con eso debemos medirnos. André Gide da más en el tiro de nuestra experiencia, dice que “cada instante no cobraría su admirable esplendor si no fuera porque se destaca, por así decir, sobre el fondo oscuro de la muerte”. Hay una grieta constante que es el paso del tiempo y la seguridad de hacia dónde nos conduce. Se trata de una pregunta radical y existencial, antes que moral. Mi vida me importa y me gustaría atisbar, si no puedo saber con certeza, para qué me han traído.
El tiempo humano es apertura a un más allá. Nuestra esperanza en la otra vida se apoya en nuestro asombro ante esta, que es su germen. Si hay una nueva existencia para nosotros una vez cerrados los ojos, debe tener que ver con lo que nuestros ojos vieron aquí. Porque de no ser así, no seremos nosotros los que seguiremos viviendo.
Artículo publicado originalmente en la web del Instituto John Henry Newman