El derecho a decir adiós

- PENSAMIENTO - 8 de abril de 2020
(Foto: Flickr/CC)

Nada más alcanzar la barrera de los 16 años, me embarqué en la increíble aventura de vivir durante un año en los vigorosos Estados Unidos de América, concretamente en Phoenix, el oasis del desierto de Arizona. Durante esos 365 días, dejé atrás mis costumbres, mi cultura, mis amigos y mi familia. A 9.000 kilómetros de distancia para ser exactos. También a mi querida abuela, una mujer de las que ya no quedan, una persona que escondía una inmensa ternura detrás de su reparto mensual de zapatillazos voladores a mansalva, una madre que quiso a sus hijos y a sus nietos más que a su vida. Rosa, fastidiada físicamente por su edad, lloró mi marcha. Yo le hice una promesa, con todo lo que esta conlleva. El beso que sucedería mis palabras de despedida no iba a ser el último. Es la única promesa que no he cumplido en mis 20 años de vida.

Cuando la vorágine del futuro se adueña de los tiempos de tempestad, la promesa sirve como paliativo para enfrentar la guerra. Tener la máxima garantía de que una persona va a hacer todo lo que esté en su mano para cumplir su palabra es tranquilizador, a la par de esperanzador. Pero para prometer algo posible, algo que se pueda cumplir, uno ha de conocer toda la realidad, y yo no era consciente del maltrecho estado de salud que atravesaba mi abuela. Tampoco conocían el verdadero peligro del coronavirus los miles de familias a los que se les convenció hace un mes de que este bichillo era una simple gripe común más, y que ahora sufren encerrados en lo más profundo de sus casas, desamparados por el incierto futuro de la parte de su sangre que forma una de las generaciones más importantes de la historia del Reino de España y que es el principal blanco de esta enfermedad.

Lo más duro del fallecimiento de mi querida abuela no fue que me enterase de la noche a la mañana de los sucesos de la semana previa, ni que la noticia llegase en una llamada telefónica que interrumpió la clase de matemáticas. Tampoco fueron las miradas de compasión de mis compañeros americanos o los mensajes de ánimo sin éxito de mis amigos más cercanos. Menos aún fue el hecho de no cumplir mi promesa. Lo que de verdad me marcó de la marcha de mi abuela fue no poder regalarle un último abrazo, no poder susurrarle un último te quiero, en definitiva, no poder despedirme.

Decir adiós es un derecho fundamental no escrito en las leyes. Un derecho del que no han disfrutado miles de familias durante estas negras semanas, y del que tampoco gozarán un número incalculable que vive con incertidumbre la progresión del estado de salud de las cabezas de sus respectivas familias. Un derecho que cicatriza heridas y permite seguir hacia delante. Por sus cabezas retumba el último momento que pasaron junto a sus seres queridos. La piel se enciende al recrear en sus mentes cómo debieron ser los últimos minutos de las vidas de sus compañeros, amigos o familiares. La pena les invade cuando recuerdan los planes de futuro que ahora solo son papel mojado, cuando recuerdan la última promesa que no pudieron cumplir. Pero aún pueden acometer su último deseo: no dejen que su partida se convierta en el reflejo de su paso por la vida.

 

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