Reportaje realizado por Guillermo Vila, Marta Sánchez, Sergio Aguilera, Laura Martín y Luis H. Rodríguez.
«Mamá, mi depresión va cambiando de forma. Un día es pequeña como una libélula en la palma de un oso. Al día siguiente es el oso. En esos días me hago la muerta hasta que el oso me deja tranquila». Con este poema, una joven estadounidense le contó a su madre que sufría un trastorno del que casi todo el mundo habla: la depresión. El vídeo ha sido reproducido 6,6 millones de veces en YouTube. Sin embargo, no todos entienden a su protagonista. Uno de los comentarios recibidos dice lo siguiente: «con un empleo de ocho horas diarias, más el aseo de la casa, una hora de zumba y una hora de lectura de un buen libro… no tienes tiempo para pensar pendejadas». Es decir, que, según este usuario, la depresión es una decisión personal. Lo cierto es que a este trastorno se enfrentan diariamente entre el 8 y 12% de la población mundial, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Una afección que, en 2030, según este organismo internacional, representará la principal causa de discapacidad. En el caso de los jóvenes, la situación es aún peor. Ya en 2014, la OMS alertó de que la depresión era la primera causa de enfermedad entre los adolescentes y la tercera de muerte.
Estamos ante un problema de salud pública. Se han incrementado exponencialmente los casos de depresión (y otros trastornos de índole psicológico). De hecho, según un informe del Clinical Psychological Science, entre los millenials «que pasan más tiempo de media interactuando con el teléfono móvil (…) se incrementan los casos de depresión y suicidio». El dato no es baladí, ya que, según un informe de la Fundación Telefónica presentado esta semana en Madrid, el 50% de los jóvenes de entre 14 y 24 años pasan casi todo su tiempo conectados únicamente a través del teléfono móvil. Eso sí, no todos los expertos consultados ponen el acento en la tecnología en sí misma. «Lo que está deshumanizado no es la tecnología, sino el trato con los jóvenes», es decir, la educación. Es la opinión del sociólogo Jaime Kozak, quien añade otro problema de fondo: «Afrontamos la felicidad como si fuera una exigencia». Y en esa búsqueda, la sociedad líquida, recogiendo el hallazgo de Zygmunt Bauman, las personas buscan una salida en la pantalla, en lo que Kozak califica de «escaparates ideales». Un camino más hacia la felicidad es la propuesta de López Quintás: «Para llegar a la felicidad, debo abrirme a las realidades del entorno con voluntad de colaboración, no de posesión».
Depresión, tristeza y ansiedad
La tristeza se da en la depresión, pero no son lo mismo. La OMS explica que «la depresión es un trastorno mental frecuente, que se caracteriza por la presencia de tristeza, pérdida de interés o placer, sentimientos de culpa o falta de autoestima, trastornos del sueño o del apetito, sensación de cansancio y falta de concentración». Es decir, cuando hay depresión hay tristeza, pero puede haber tristeza sin que concurra un trastorno depresivo. Ángel Sánchez Palencia, antropólogo de la Universidad Francisco de Vitoria, asegura que «la depresión es una enfermedad, mientras que la tristeza es un sentimiento». «El problema es que los familiares y el entorno del deprimido lo atribuyen a la voluntad», concluye.
Por otro lado, la American Psychological Association (APA) asegura que la psicoterapia supone «un tratamiento efectivo». E indica como una de las opciones más recomendables la Terapia Cognitiva y de Conducta (CTB, por sus siglas en inglés), «un tipo de terapia mediante la cual los pacientes aprenden a identificar y controlar patrones negativos de pensamiento y conducta que pueden contribuir a su depresión». La terapia, según esta prestigiosa asociación, funciona a largo plazo. Esto es crucial al afrontar un trastorno que, según la clasificación internacional de criterios diagnósticos DSM-5, supone un «estado de ánimo deprimido la mayor parte del día, casi todos los días».
Cuando hay depresión hay tristeza, pero puede haber tristeza sin que concurra un trastorno depresivo.
Valeria, diagnosticada de depresión, define lo que el paciente siente cuando se ve inmerso en ese túnel oscuro: «pierdes la esperanza». Ella empezó a sentir que algo no funcionaba, el médico le puso nombre, y, a sus 18 años, se echó la culpa. “Yo creía que si estaba mal era porque quería», afirma. En realidad, su caso no es tan raro. Según un estudio presentado recientemente en el XVI Seminario Lundbeck, y que llevaba por título ¿Qué saben los españoles de la depresión?, casi la mitad de los españoles cree que la depresión puede fingirse. Más aun, según el citado sondeo, el 60% de los encuestados vincula la depresión con una personalidad inestable y el 49% con debilidad de carácter.
La tristeza son lágrimas. La depresión, aislamiento. Para la familia de Asier «es algo que no existe». Para Ania significó dejar de salir, abandonar a sus amistades. Valeria se alejó del baile, que define como «el centro» de su vida. Y Eva, «nunca» ha tenido apoyo fuera de sí misma.
La otra palabra que suele asociarse a estos trastornos es la ansiedad, sufrida por más de 260 millones de personas en todo el mundo. Pero, ¿de qué se trata realmente? Según el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, se trata de «una reacción emocional que surge ante una amenaza como lo son las situaciones de alarma, ambiguas o de resultado incierto y nos prepara para actuar ante ellas». Así lo ha experimentado Asier: «Fui a un psicólogo una vez por ansiedad a causa de los exámenes y me recetaron antidepresivos, pero no quise porque no quería tomar drogas para ser feliz».
En los últimos 15 años, el consumo de antidepresivos se ha incrementado un 200%.
Y es que, de hecho, este viaje por los trastornos mentales pasa, irremediablemente, por el de los fármacos que los combaten. En los últimos 15 años, el consumo de este tipo de medicamentos se ha incrementado un 200%. Sin embargo, hay soluciones complementarias. «Una vida que cultive las relaciones humanas auténticas, viva los grandes valores ‒la unidad, la bondad, la justicia, la belleza…‒, y, si se tiene fe, ser fiel al espíritu evangélico», es la ayuda que propone el filósofo español Alfonso López Quintás en una entrevista con Mirada 21.
Todos coinciden: la depresión es un monstruo que alarga su sombra hasta los extremos más oscuros. «No me hubiese suicidado, pero no me hubiera importado acabar muerta», recuerda Valeria sin luz en la mirada. «Supe que había tocado fondo cuando perdí las ganas de vivir», coincide Ania. Pero en la niebla, siempre, hay valientes que no dejan de buscar la luz.
A Valeria, la medicación le hacía sentir «más enferma», aunque Ania creía que la necesitaba para sentirse «normal». La primera, logró superar la depresión con «méritos propios»; mientras que la segunda, aunque lo ha superado, cada vez que tiene «un bajón» es «desmesurado».
La esperanza
El filósofo Alfonso López Quintás ha desarrollado una teoría educativa que tiene como objetivo garantizar el crecimiento personal. Se trata de afrontar la vida «por vía de elevación». Divide la realidad en ocho niveles, cada uno con su propia lógica. Lo importante, afirma, es querer progresar de nivel, porque eso «abre inmensas posibilidades de realización personal«.
Cada caso es distinto, pero todos los que padecen depresión sufren síntomas similares. Cuatro personas, cuatro experiencias, cuatro depresiones. Ninguno de ellos habla de tristeza ni quiere compararla con su trastorno. Todos temen al mismo monstruo, pero le plantan cara a su manera:
El último baile
Su monstruo bailaba. Le gustaban los pasos más complicados y la música con mejor ritmo. El sonido de sus pasos sobre el suelo, el sentir ser parte de algo más grande. Pero necesitaba energía… una energía que requería de otra persona. En 2015, ya notaba que estaba “más floja de ánimos”. Ese mismo año, sufrió dos trastornos alimenticios continuados: anorexia y bulimia. Aunque los superó, ella cree que “afectaron” a su estado.
“Cuando me pongo triste, sin saber la razón, creo que son secuelas”, explica mientras juega con la cremallera de la chaqueta. Valeria es una chica de 19 años, estudia Psicología y lleva una camisa con los dos primeros botones desabrochados con unos pantalones caqui. Va al gimnasio y queda con sus amigas, también le gusta salir de fiesta y leer, por lo general, libros sobre feminismo. Aunque también le encantan las obras de ficción y, cada vez menos, las de autoayuda.
A principios de 2017, empezó a perder las ganas. “Dejé de disfrutar del baile, que era, prácticamente, el centro de mi vida”, confiesa mientras trata de sonreír, pero no lo soporta. No hay lágrimas cayendo por la mejilla, ni grandes llantos, pero se le va la voz. “A veces, lo veo como el comienzo de todo (dejar el baile)”, continúa mientras busca con la mirada algo en lo que fijarse. “Cuando encuentras algo que da sentido a tu vida y lo dejas, sientes un vacío”, explica. Llega un breve silencio y un trago de agua, un trago corto y sin apenas dejar al vaso hacer su cometido.
“El baile era el centro de mi vida, y no me di cuenta hasta que lo dejé”, logra decir. Ahora Valeria lo ve como “una de las peores decisiones” que ha tomado y, aunque ha pensado en volver, sigue sin bailar.
Desde ahí, se dio cuenta de que algo no iba bien. Valeria, a quien le gustaba bailar y pintar, fue diagnosticada de depresión poco antes del verano. Frente a la posibilidad de que se le agravase, decidieron recetarle medicación. Una medicación que le hacía sentir “anulada”.
“Sentía que mi personalidad y todas mis emociones estaban tapadas”, relata rememorando aquellos meses de pastillas. Esta sensación hizo que la dejase sin avisar a nadie. Valeria se sentía “más enferma” con la medicación y quería creerse que su mejora era “por méritos propios”, porque ella es una luchadora. Una luchadora solitaria.
Valeria recuerda que pensaba que “iba a ser eterno”. “No hay esperanza”, afirma cuando trata de explicar la sensación de estar deprimida. Pero no llegó a ningún extremo, ella admite que “no” se hubiese matado, aunque tampoco le hubiera importado “haber acabado muerta”.
Frente a la pregunta de dónde estaban sus padres, Valeria levanta la vista al techo y se ríe para sí misma. “En el desconocimiento seguramente” afirma. Al bajar la mirada, la sonrisa desaparece y la sustituyen unos ojos cristalinos y una voz aguada que dice: “quería sentirme sola porque me sentía la única y total culpable”. “Yo creía que si estaba mal era porque quería y no hacía nada por estar bien”, explica mientras se acomoda en el asiento.
Aun en la ignorancia, Valeria admite que sus padres notaban algo. Ella recuerda que su madre le decía: “estás como dormida”. “Esa frase me definía tan bien que me hacía hasta daño”, confiesa.
Rechazo cromático
Veía los monstruos en los demás. Y ellos, lo veían en ella. Eva, una joven que sufrió racismo en diferentes capítulos de su vida, cuenta el rechazo que vivió en esos momentos. La primera percepción que recuerda cuando empezó a sentirse marginada fue en el colegio: “vivía en un entorno en el que los demás te ven diferente”. Había “dos opciones”, una, que la sociedad te acepte, y la otra, que la sociedad te rechace. No obstante, Eva afirma: “en el colegio no todas las personas me rechazaban”. Sin embargo, recuerda a una persona, que “era la líder” y esta arrastraba al resto para que se pusieran en su contra o directamente se abstuvieran de la situación y su persona, y cree que mucha gente “prefiere ver llorar a otra persona antes que a sí mismo”. Eva resalta: “la persona que me increpaba era simplemente con insultos o bromas, pero esas pequeñas bromas se iban acumulando”. Es justo en ese momento cuando pensaba que “no tenía apoyo”.
Eva también habla de la educación que los padres dan a sus hijos con comentarios fuera de tono, que de forma consciente o inconsciente penetran en el comportamiento de los niños. Eva lo define como una “actitud que transfiere a su mundo real” y esto provoca prejuicios y comportamientos indeseados que pueden afectar a las personas más cercanas, como algunos compañeros de clase. Esto se convierte en una coyuntura difícil. Porque “todos tenemos el deseo de encajar”, añade Eva.
Eva afirma que “muchas veces se ha sentido sola y triste”. “Todos tus valores empiezan a caerse y comienzas a construir un nuevo edificio en ti, entonces depende mucho de lo que te digan los demás, por eso cuando eres adolescente eres mucho más frágil, la gente es más individualista”, enfatiza Eva al referirse a su etapa de soledad, especialmente en la adolescencia.
Con el paso de los años, la situación de Eva ha mejorado, pero sigue sufriendo casos de racismo, aunque en menor cantidad. Eva nunca ha recurrido a un psicólogo porque su familia no cree en la psicología.
Sin nadie, totalmente solo
El monstruo de Asier tenía muchos ojos. Miradas inquisitivas y silencio en los patios. Un “vacío” que se extendía desde el aula hasta el recreo. “Por ejemplo, todos estaban mirando algo en el móvil y a mí no me dejaban”, relata sobre su infancia Asier. Pero el vacío no quedaba encerrado entre las paredes del colegio, cuando jugaban al fútbol o salían juntos no le “aceptaban”. El joven asumía “la culpa de todo” porque, según explica, eran las únicas personas con las que se relacionaba y tenía “miedo” a perderlas.
Frente a esta situación, Asier comenzó a citarse con el psicólogo –“para mí era ir a ver a Federico”- y, gracias a ello, desarrolló una “independencia positiva”. Una independencia forjada “gracias a los videojuegos”. Detrás de un avatar, que le “acompañó” durante “toda” su vida, comenzó a crear su personalidad y a “hacer amigos”.
El tiempo pasa y las cosas cambian: el grupo se abrió a Asier –“maduramos todos”-. Hacía tiempo que había dejado de ver a Federico y empezaba a sentir “una tristeza por estar solo”. “Después, la independencia se convirtió en una dependencia hacia los demás”, explica.
“Siempre he sentido que nadie valoraba lo que hacía”, lamenta Asier. El joven terminó autodiagnosticándose depresión: “para mi familia es algo que no existe”. Aunque entiende que tiene “un problema”, según Asier no le tomarían en serio. “La depresión es todas las cosas malas que tienes multiplicadas por mil (…) en mi caso, es pasiva, es decir, solo te acuerdas en ciertos momentos”, describe.
Una depresión que ha mostrado sus afilados dientes. “Muchas veces pensé en suicidarme, pero me frenaba hacerle daño a mi familia”, confiesa sin ningún miedo hacia su monstruo. “Las demás personas no tienen por qué llevar mi carga”, continúa, por eso mismo si se siente triste se muestra “feliz”. Pero él también tiene su propio altavoz: Twitter.
Asier ha creado una cuenta como “un foro” en la que “cada uno cuenta sus cosas”. “Nos ayudamos entre nosotros (…) somos personas que comprenden lo que pasamos”, explica. Pero no es lo único positivo para Asier. “Una de las cosas buenas que me ha dado el bullying se ha traducido en que, sin ser humilde, no fardo de lo que he hecho”, explica Asier con clara confianza. Una carencia de humildad que, admite, “provoca rechazo” hacia él.
Hasta los huesos
El monstruo de Ania se llama anorexia. Estuvo 5 años a su lado, apareciéndose siempre en forma de reflejo. La presión social, la situación familiar, los exámenes. Un cúmulo de cosas sobrealimentó a la bestia. «Me di cuenta de que estaba deprimida, en el momento en el que perdí las ganas de vivir», confiesa una joven audaz, que con solo 19 años ha visto demasiadas veces la muerte de cerca. «Mi familia había tenido ya lo suyo» resume ella, «lo mío solo fue una enfermedad más que añadir a la lista».
De un día para otro, Ania, una adolescente que vivía para la fiesta, que a penas pasaba por casa y casi nunca quería pasar tiempo a solas, empezó a despertarse entre lágrimas, a esquivar a sus amigos y a perder, cada día más, el control sobre su cuerpo. La inseguridad a no ser igual o mejor que el resto, siempre había estado ahí. Sin embargo, lo de entonces era diferente, uno de los días en los que se despertó llorando, supo que «había tocado fondo».
Fue entonces cuando reunió el valor para pedir ayuda a su madre, la llevó al psicólogo, que la diagnosticó le anorexia nerviosa. A punto estuvieron de internarla en el hospital, en su lugar la metieron en un centro de día con otras chicas de su edad, también anoréxicas. «Parecía una secta. Nos obligaban a hacer piña y a quedar fuera del centro», argumenta, «eso y engordar, nos hacía ganar puntos que nos acercaban a la libertad».
Dice encontrar un cierto paralelismo entre lo que sufrió y la película de Netflix, Hasta los huesos, «solo que a mí no me dejaban tanta libertad con la comida», puntualiza.
«Estoy segura de que ese centro me hizo empeorar. Me aisló todavía más del mundo, y las pastillas no me ayudaban a integrarme». Ha probado todo tipo de antidepresivos, después de hacer una lista con todos ellos, admite que aún hoy, curada, toma fluoxetina y deprax, y que, no se atreve a que pase un día sin tomárselos. Por otro lado, también dice que su caso no fue extremo, pero en el de algunas de las chicas del centro «llegaban a tomarse 7 pastillas de lexatin o lorazepam, en un día, solo para lograr estar normal».
Dejó el primer centro porque no supo ayudarla. Según ella, la hacía estar todavía más deprimida y enfadada con todos sus familiares y amigos, aunque fuera consciente de que solo intentaban ayudarla.
La metieron en otro que era prácticamente lo opuesto al primero, pero pronto se dio cuenta de que tanta libertad no le hacía ningún bien. Entró en el tercer centro, al que continua yendo una vez por semana, pero lo importante es que «lo peor ya pasó, se podría decir que ya estoy curada», confiesa, «aunque siempre cabe la posibilidad de volver a hundirme».
Cuando le preguntas si fue el tercer centro lo que la salvó de la depresión, Ania te corrige, «al final fue todo cosa de mis amigos, sobre todo mi novio, aunque tardé mucho más en contárselo. Me dejó súper impactada la actitud de todos, fueron a hablar con mi psicóloga y estuvieron allí en todo momento, a pesar de que yo, al principio, les tratase como la mierda. Venían a verme y me recordaban quién era yo».
A día de hoy confía en haberse curado, pero admite ser mucho más susceptible a los bajones, “de esto es difícil salir del todo”. Cada vez que pasa por un bache, teme volver a caer en las garras del monstruo. Sin embargo, su novio Nacho la recoge en cada vaivén. Ania dice que él fue su mayor suerte y no está segura de haber podido vencer a la bestia sin su ayuda ni la de todos y cada uno de sus amigos.