… Porque los demás no entienden nuestra pena. Ante el dolor extremo que está provocando el coronavirus, apenas hay algo que decir. Mantener un respetuoso silencio es lo más que podemos hacer, si no nos ha tocado cerca el dolor. Si nos ha tocado en los que se nos encomendó amar, sí hay algo que decir, porque de golpe hemos adquirido una sabiduría que no teníamos.
Llega una hora en la vida en la que nos parece que Dios no escucha ya nuestra oración, tenemos la firme convicción de que hemos estado creyendo quimeras, que Dios no existe, ha sido el producto de nuestra imaginación el que nos hizo creer cuando todo nos iba bien que Él estaba allí. Su silencio en este momento nos aturde como una taladradora. Cuando todo va mal, ese Él, se transforma sin sentir en un neutro impersonal, y más tarde en un sujeto elidido sustituible por el azar, la naturaleza, el destino o cualquier imagen. Nos fiamos de Él cuando era de día imaginando una persona amable y bondadosa y cuando llegó la noche no era más que un fantasma. ¿Dónde están sus promesas, si vamos de derrota en derrota? Hoy se ha muerto alguien muy querido, mañana caerá otro, y yo no me sostengo de angustia. Esto solo lo entiende y puede seguir leyendo el que lo ha sufrido, a los demás les parece una exageración o un lamento religioso desdeñable. Estoy oyendo mientras escribo Knocking on heavens door y siento recorrer por mis neuronas un viento melancólico que me dice “¿para qué llamas insistentemente, al otro lado no hay nadie”. Me atrae sumergirme entristecido en El castillo de Kafka. El poder de la oscuridad tenebrosa se cierne sobre la Tierra. Llegan noticias de una guerra, de características inéditas hasta ahora, en todas partes, y se dan estadísticas de todos los que van desapareciendo de nuestro lado. Las tinieblas parecen triunfar en todos los frentes. Entro en bucle con un salmo que martillea mi memoria por haberlo rezado tantas veces mecánicamente sin entenderlo: «Se ha agotado su misericordia y la cólera le cierra las entrañas» (Sal 77,10). Temo exclamar algo que resuena dentro de mí en bucle: «Padre, no te comprendo, ¡no sé si fiarme de ti!», porque si digo “Padre” puedo volverme atrás en mi pena. De repente, me doy cuenta de que me estoy regodeando en ella, y saco del baúl otro recuerdo grabado a fuego de mis lecturas de Peguy: «Sabía lo que estaba haciendo ese día, mi Hijo que los ama tanto, cuando puso esta barrera entre ellos y yo… “Padre nuestro que estás en el cielo” … estas tres o cuatro palabras. Esta barrera que mí ira y tal vez mi justicia nunca superará. Bienaventurado el que se duerme bajo la protección de las murallas de estas tres o cuatro palabras» (C. Peguy, El misterio de los santos inocentes). Y cambió mi perspectiva: ¿y si tal vez las historias bíblicas estuvieran custodiadas en la incomprensión hasta que llegase el momento culminante en que haciéndose carne empezaran a cobrar vida, fueran escritas para mí…? Me vinieron a la mente un montón de relatos parecidos al de Abraham, esta vez encarnados en la historia: Emmanuel Mounier se postra de rodillas ante un sufrimiento indecible: su hija de dos años, por una mala práctica médica –una inyección administrada por error–, contrae una encefalitis aguda y sobrevive solo cuatro años más. Le escribe a su mujer: «¿Qué sentido tendría todo esto si nuestra pequeña hija fuese solamente carne enferma, carne dolorida, y no una blanca y pequeña hostia que nos sobrepasa a todos, la inmensidad de misterio y de amor que nos enceguecería si pudiéramos verlo cara a cara?».
«Cuando todo va mal, ese Él se transforma sin sentir en un neutro impersonal, y más tarde en un sujeto elidido sustituible por el azar, la naturaleza, el destino o cualquier imagen».
Tal vez el Señor esté pidiendo, precisamente ahora, a alguno de nosotros que le sacrifique, como Abraham a su «Isaac», la persona o el proyecto, situación imaginada que desearía, o el puesto en la empresa que te quita el sueño, aquello para lo que has entregado tu vida, tu formación, tus desvelos. Esta es la oportunidad que Dios nos ofrece para “salvarnos”. Hay dos caminos que conducen a la salvación: demostrarle que lo quieres, al que te dio todas las personas que te rodean, todas las cosas, todos los dones, más que a esos propios dones. Claro para ello hace falta reconocer que nada es tuyo, que nada te has ganado, que estás de paso y que no tienes nada asegurado. Esto reclama una sabiduría humilde y agradecida, impensable para el hombre orgulloso, solitario, endiosado.
Y el otro camino es decir como dice el salmo: «Aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad!”. ¿¡Tu sádica y cruel voluntad!? En este momento, te ha de venir el pensamiento de por qué el Evangelio se detiene en el dolor arquetípico de una madre que ha de entregar a su hijo. No es una historia ejemplar. Es un arquetipo: como todos habremos de pasar por ahí se nos anticipó el modo de hacerlo. No “imitando”, algo que no está a nuestro alcance solos, desde nuestra valiente voluntad, sino dejándonos llevar a la aceptación humilde de la situación que describe el Evangelio, que no es otra que la nuestra propia. Aquella que nos espera paciente y de la que no sabemos ni el día ni la hora.
El problema es que albergamos la hipótesis de que a nosotros no nos va a tocar pasar por ahí. Pensamos que podemos seguir viviendo como zombis chupando vida de otros, sin tener que darla. Cambiemos a todos los personajes y pongámonos en todos y cada uno de ellos, escuchemos el guion de ese escenario y adaptémoslo a nuestras circunstancias.
Personalicémoslo: contempla, tú que duermes, a Cristo que, como decía Pascal «está en agonía hasta el fin del mundo y no debemos dejarlo solo en esta hora», en esa noche oscura, y comprueba que es una “dichosa ventura”, a “oscuras y segura”, y que “deja mi alma sosegada” (san Juan de la Cruz). Porque no es un Dios sádico el que se nos ofrece, sino el que tiene “entrañas de misericordia” y quiere meternos de nuevo en su seno, del que una vez salimos, para engendrarnos de nuevo y darnos una naturaleza nueva, y unos cielos nuevos. Fuimos creados para el Cielo -para anticiparlo también aquí amándonos y dando la vida unos por otros- pues no tenemos aquí morada permanente.