Esta es la lección inaugural del curso académico 2017/18 que impartió el doctor Miguel Ortega de la Fuente.
Excelentísimo señor rector magnífico, reverendo Padre, ilustrísimos señores Vicerrectores, ilustrísimo secretario general, señores doctores, compañeros docentes, personal de administración y servicios, alumnos y amigos de esta Universidad y especialmente doctores que son acogidos hoy como miembros de nuestra Comunidad doctoral.
Es para mí un honor, ciertamente inmerecido, el poder dirigirme a ustedes con esta lección que inaugura el curso académico 2107-2018. Y mis reflexiones pretenden avivar en nosotros el noble y misterioso arte de la enseñanza o de la educación… o quizás de ambos.
Nos toca vivir unos tiempos convulsos, como a tantas otras generaciones, pero quizás el proceso de disolución de la persona humana, puesta continuamente en entredicho no se había producido antes de esta manera. Cuando empecé a impartir mis clases de antropología, mis alumnos no albergaban ninguna duda sobre la preeminencia del ser humano sobre los demás animales, bastaba simplemente recordarlo. Hoy tengo que dedicar un tema entero a la diferencia entre el hombre y el animal y aun así hay alguno que sigue insistiendo en que su perro piensa, a lo que suelo contestar que sea el perro, puesto que es el que piensa, el que venga a las clases. Bromas aparte, si nos ponemos a ver el panorama intelectual del momento presente en la cultura, nos veremos desbordados por la palabra posthumanismo. Parece que el fin de la cultura occidental se acerca a grandes pasos, el Gulag Soviético, Auschwitz, y la bomba atómica de Hiroshima no dejan de planear sobre nuestras cabezas como queriendo indicar que ya no estamos ante una época o era histórica, sino que parece que estamos ya viviendo una prórroga.
«Educar es el encuentro misterioso de dos voluntades libres.»
Por eso crece el posthumanismo, unas veces tras la máscara del ciborg, ese engendro hombre máquina que parece nos espera, otras bajo la apariencia de un simio ancestral que promueve la vuelta a la selva, y no mostrar más la terrible depredación del planeta que el hombre ha causado y volver a vivir en los árboles sin lenguaje, sin tecnologías y… sin cerebro; O, por último, a través de la radicalidad de las teocracias que buscan de manera exclusivamente irracional la liberación del alma a través de los fundamentalismos nacionalistas o religiosos.
Tortuoso y tremendo, pero no hay que amedrentarse, no son sino los viejos fantasmas del monismo materialista, el monismo espiritualista o el darwinismo radical. Nada nuevo bajo el sol.
Y ante todo esto, queridos colegas, nosotros sentimos la llamada a formar a las personas. Es decir, a intentar que se tome conciencia de lo que el ser humano es y por ende, lo que eso significa. No podemos sin embargo refugiarnos en los cuarteles de invierno de la nostalgia sino redescubrir la manera de acercar al hombre de hoy a lo que lleva en su corazón despertando en él sus más nobles ideales.
Esa es nuestra insigne tarea. Claro que, si hablamos de educación, podemos transitar por vericuetos complejos y zigzagueantes. Por una parte cuando hablamos de estos temas tendemos, en general, a hablar de los medios: con qué contamos o no, qué metodologías, qué asignaturas, cuáles son los perfiles de salida, en fin, que cosas serían las más adecuadas, pero, sorprendentemente se habla poco de los fines.
«Nada es más importante que ofrecer la oportunidad de hacerse grandes preguntas».
Si miramos con miopía el fruto de nuestro trabajo como profesores de Universidad, veremos seguramente a alumnos insertos en el mundo profesional en lugares más o menos dignos y desde luego que podremos alardear de ser los mejores en empleabilidad, esto es importante, pero ¿es suficiente?. La mirada que nos exige la actual coyuntura en una Universidad que tiene, o pretende tener como centro a la persona, debe ir más allá. Tenemos que buscar una mirada de largo alcance que debe sentirse segura y reconocida cuando lo que hace es conducir a sus alumnos a la felicidad.
Es curioso, pero nuestra sociedad tiene tanto miedo a esta palabra, y a lo que supone, que ha preferido cambiarla o sustituirla por la palabra bienestar. Permitidme un sarcasmo que cita Hadjadj en un texto suyo a propósito de estos temas: “Vivimos como cerdos a los que cebamos -estoy citando- Asumimos que hay un matadero, pero esperamos que ese momento llegue sin sufrimiento. (…) Vivimos una felicidad cutre –esta expresión es mía y sigo con la cita- que empieza con la ataraxia, continua con la anestesia y termina con la eutanasia” ¿Será esta la felicidad para la que educamos?
La felicidad humana debe calmar y colmar lo específico del hombre y no lo que tiene en común con el animal, es decir el ansia de verdad y de amor. Por eso muchas veces asumimos que es mejor disfrutar de la indiferencia y la mentira que sufrir en la verdad y el amor.
Así pues todo esto parece llevarnos a una suerte de contrarios que cada uno de nosotros debe acercar y sintetizar en la propia vida, el primero y más principal en la vida del que se dedica a estos menesteres es sin duda la ambivalencia entre enseñar y educar. Educar procede de “ex ducere”, sacar lo que hay dentro del corazón y enseñar de “in signare”, meter algo de fuera dentro del alumno. Además se enseña algo y se educa a alguien. La enseñanza inculca materias, necesario y urgente y la educación hace madurar a las personas, parece quizás en estos momentos más necesario y urgente.
Pero hoy podemos aburguesarnos con un mimetismo evidente y quedarnos en lo funcional, en que el alumno sea capaz de ganarse bien la vida. Y tener así una pléyade de gente muy bien preparada en lo profesional pero profundamente vacíos en su interior o gente rica en títulos y en propiedades pero que han perdido el rostro.
«La felicidad humana debe calmar y colmar lo específico del hombre y no lo que tiene en común con el animal».
En definitiva ahí estamos nosotros en esta tarea preciosa en la que si somos conscientes tenemos la llamada de enseñar y de educar. Y educar a un ser humano no es tarea fácil, quizás por eso se ha confundido tantas veces educación o enseñanza con adiestramiento e inoculación de ideologías sean estas la del cientificismo radical, la del relativismo, la de la tiranía de lo fácil o la de lo políticamente correcto.
Pero ser consciente de que educar es el encuentro misterioso de dos voluntades libres es algo que deja perplejo. Nuestra Universidad no ceja de insistir, pero el camino no es fácil, educar y enseñar sólo pueden sintetizarse en la tarea del saber acompañar y esto no es tarea simple, de hecho ahí está el master en acompañamiento educativo que este curso académico inaugura su andadura en nuestra Universidad, ¡altamente recomendable!
He de reconocer que ese encuentro de libertades que supone el acto de la enseñanza y la educación no deja de cuestionarme, ¿doy lo mejor de mí mismo en mis clases? ¿Cómo puede este tema evaluarse? No son pocas las veces que he pensado que, a lo mejor si evaluáramos a Dios como educador no le iría del todo bien. Su discípulo Adán no salió como se esperaba o a lo mejor es que Él si supo entender la libertad profunda de la persona.
Pero la libertad de la educación y de la persona subraya también el privilegio del ser humano de equivocarse, de echar a perder una vida, pero también de arreglarla. El hombre se realiza en la historia y la historia de cada niño que nace, de cada alumno que llega, está en buena parte por hacerse. Y uno de ellos ¿por qué no? Puede cambiar parte de la historia. Nada está dicho. Un poeta puede traer al mundo a un reponedor de una gran superficie y un maoísta a un cristiano convencido.
En todo caso la educación es una puerta abierta a la esperanza, aunque evidentemente esto no garantiza el resultado.
Me ha impresionado mucho y, creo oportuno poder comentarlo ante este cultivado auditorio, que, para las primeras comunidades cristianas, el origen de la educación era la segunda venida de Cristo: la parusía; esto lo refleja la segunda carta de San Pedro que dice: “Puesto que todo está en vías de destrucción, mirad que hombres debéis de ser”. No basta ser pues uno más.
Pero si ese es el reto de la educación en un mundo tan complejo como el que nos ha sido dado vivir, cabe preguntarse cuál es el reto personal que a cada uno nos supone y también, eso ya lo hablábamos esta semana en El Escorial, el desafío que nos supone como Institución.
Por eso creo que no es prudente terminar estas palabras apuntando, lo que yo creo que puede ser una vía de solución ante la aparente aporía entre enseñanza y educación. Y no es otra cosa que la vida del que está dispuesto a vaciarse, a darse a sí mismo en el noble acto de la enseñanza, ¿damos nuestra sangre al enseñar? ¿Hay algo en lo que trasmitimos que haga que merezca la pena darla, es decir algo por lo que estemos dispuestos a sufrir porque ese algo es fuente de felicidad? Creo que esa es la forma más cruda pero más real de plantear el comienzo de un curso. Y si alguna vez olvidamos esto os recuerdo que en cada clase hay una figura que nos lo inmortaliza: El crucifijo.
Nuestros alumnos están ahí frente a nosotros, con ese nihilismo que sólo el lujo de su edad les permite mantener, son muchas las cosas que podemos ofrecerles, pero al final, nada es más importante que ofrecer la oportunidad de hacerse grandes preguntas y de mostrar con nuestras vidas que el saber está vivo. Y en ese saber y esa vida podemos saborear de nuevo a Homero, como constructor de occidente, o la física como renovadora del asombro, o la historia como la gran aventura de nuestros padres, o las matemáticas como algo que muestra la maravilla de la lógica y la inteligencia humana.
Educar en la justicia y en la paz
Parafraseando a Benedicto XVI en el discurso del día 1 de enero de 2012 que lleva por título “educar a los jóvenes en la justicia y en la paz”: “la educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Hoy es claramente un desafío, en primer lugar, porque en la era actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no solo instruir sino educar es algo que no se puede dar por descontado sino que supone una elección; en segundo lugar, porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía educar? Y, al fin y al cabo, ¿para qué educar?”
“Frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del mundo, asumir la responsabilidad de educar a los jóvenes en el conocimiento de la verdad, en los valores y en las virtudes fundamentales, significa mirar al futuro con esperanza. La formación en la justicia y la paz tiene que ver también con este compromiso por una educación integral. Hoy, los jóvenes crecen en un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más pequeño, y en donde los contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son constantes, aunque no sean siempre inmediatos. Para ellos es hoy más que nunca indispensable aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del respeto recíproco, del diálogo y la comprensión. Por naturaleza, los jóvenes están abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar contando siempre y solo con la fuerza de la verdad y el bien.”
Y finaliza el discurso, y yo también lo finalizo, comentado, aunque la cita no es literal: “Ese proceso se nutre del encuentro de dos libertades la del profesor y la del alumno. Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, pero también la del educador que debe de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso el mundo de la enseñanza lo que necesita son TESTIGOS auténticos, no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone.”
Ese es el reto.