David Thunder es un tipo serio, una de esas personas a las que uno tiende a creer incluso antes de que empiece a hablar. «Los irlandeses y los españoles nos parecemos más de lo que la gente cree», afirma al poco de empezar la entrevista con Mirada 21. Este investigador Ramón y Cajal de la Universidad de Navarra, doctor en Ciencia Política y autor del libro Citizenship and the Pursuit of the Worthy Life (Cambridge University Press, 2014), ha acudido a la Universidad Francisco de Vitoria (UFV) a impartir una clase del Máster de Acción Política, uno de los programas de Posgrado de la universidad. Antes, dedica unos minutos a este periódico para hablar de la situación política que vive España.
Rescatar el concepto de moralidad, el de recuperar la integridad de la vida pública -como hace en algunos de sus trabajos recientes-, tiene especial sentido en España, pero, será consciente de que no es precisamente un trending topic de la política española, tiene un cierto riesgo…
¿Y qué riesgo es ese?
El de ser políticamente incorrecto. No es un concepto -el de la moralidad- al que estemos demasiado acostumbrados en la vida política española.
Si uno habla con un poco de valentía y sin miedo, usando siempre argumentos y dando razones, puede abrir un espacio de diálogo a pesar de ciertos prejuicios que pueda haber en el ambiente. Lo de ser políticamente correctos es algo en lo que todos somos responsables. Los que se silencian a sí mismos por miedo al qué dirán están participando y alimentando esa misma cultura de lo políticamente correcto. Las personas que se encuentran al margen de las convenciones sociales tendrían que hablar con más valentía para no ser cómplices. Cuando hablas, rompes los estereotipos y, poco a poco, la gente se da cuenta de que eres una persona normal. Si te quedas en la sombra estás permitiendo que se perpetúe esa cultura.
«La gran paradoja del independentismo es que son movimientos profundamente antirrepublicanos en su espíritu».
Pero hablar de moral supone aceptar, de alguna manera, que existe una verdad; es decir, que existe algo que está bien frente a algo que no lo está. Y quizá eso, en política, encuentra la oposición de la gente más pragmática que tiende a tratar de elegir entre lo mejor de lo posible sin entrar a plantearse si eso está bien o mal.
En ese debate, mi punto de partida no es necesariamente el de la metafísica, ni el objetivismo, ni un discurso antirrelativista. Nuestro discurso está saturado de juicios morales. Cada vez que hay un escándalo de corrupción la gente reacciona, y esos juicios demuestran que la gente no es relativista. Creo que mucha gente entiende que la base de una buena política es la honradez y de eso puedes hablar sin hacer juicios sobre el relativismo. La gente no tiene miedo de condenar la corrupción, lo que demuestra que entienden que, aunque no usen la palabra virtud, hay una diferencia entre un político honrado y uno que no lo es.
En el caso de la corrupción, en España tendemos a pensar que somos un país especialmente corrupto, que no tenemos remedio… ¿Cree que hay algo de cierto en esta especie de leyenda negra que nos autoimponemos?
Es difícil medir la corrupción, porque ocurre a la sombra, pero sí que uno puede percibir ciertas tendencias culturales más allá de la política: cómo la gente reacciona ante la corrupción, cómo manejan los problemas de dinero en su día a día, en las empresas… Y es verdad que no todos los países tienen las mismas actitudes ante la corrupción. No quiero generalizar, pero es verdad que, por ejemplo, en un país como Alemania se percibe que la actitud de los ciudadanos ante la ley no es la misma que la que tienen muchos españoles. No estoy diciendo que los españoles, en general, no respeten la ley, pero sí que hay una actitud más flexible ante ella. A veces esto te puede salvar de malas situaciones, cuando la ley es muy mala; ese fue el punto débil de Alemania durante la época nazi, cuando mucha gente seguía la ley sin hacer juicios críticos. Sin embargo, sí creo que se puede fomentar más una cultura de respeto ante la ley en España.
La crisis política catalana
Hablemos de Cataluña. Leí un artículo suyo en El País, hace pocas semanas, en el que hablaba del mayoritarismo, de esa tendencia a considerar que las mayorías suponen el único argumento para legitimar una decisión; pero, ¿de qué otras herramientas puede disponer una democracia si no es jugando con el peso de las mayorías?
Hay un primer aspecto ético o cultural y que tiene que ver con cómo un político afronta las diferencias y cómo negocia con aquellos que no comparten su opinión. Habría que fomentar una actitud más abierta al diálogo y a la búsqueda del consenso social. Por ejemplo, que si quiero hacer un cambio grande no baste con conseguir el 51% de los votos, sino que haya que hacer una campaña para persuadir a los diversos sectores de la sociedad y ajustar mi programa a sus necesidades. Así, se construiría un programa de apoyo a mi programa político y fomentaría la paz social. Somos participantes de un mismo proyecto; a corto plazo, puedo forzar mi opción y perder el apoyo de la mitad de la población, lo que crea división, genera resentimiento y el peligro del deseo de venganza cuando la oposición llegue al poder. A largo plazo, a nadie nos interesa ese tipo de política del enfrentamiento propia del mayoritarismo.
«A largo plazo, a nadie nos interesa ese tipo de política del enfrentamiento propia del mayoritarismo».
El otro aspecto es el institucional. Si la institución permite a una mayoría del 51% imponer su criterio sobre los demás, esa institución también estará equivocada. Deberíamos tener protecciones institucionales frente al mayoritarismo. Y la Constitución no basta, se necesitan protecciones políticas. Un ejemplo sería la supermayoría, que para cierto tipo de decisiones, por ejemplo constitucionales, hubiera como requisito alcanzar una mayoría de al menos el 60%.
Pero el problema, ante todo, es cultural y ético: si políticos y ciudadanos no comienzan a adoptar una actitud más pacífica y de consenso no saldremos nunca de estos problemas.
En España se da una circunstancia que no creo que ocurra en otros países: una parte de la izquierda -la que representan Podemos y sus confluencias- ha mantenido una posición de gran cercanía a los independentistas catalanes. Tengo la sensación de que eso tiene que ver con que estos partidos quieren crear una situación de caos para tratar de asomar la cabeza y erigirse en salvadores de la patria. ¿Comparte este análisis?
Es verdad que los partidos de izquierda han sacado ventajas estratégicas de los movimientos independentistas; y también es verdad que estos movimientos, por la razón que sea, tienden a ser más de izquierdas que de derechas, al menos en España. Es interesante que sea así, cuando en otros países sucede al revés. Pero es importante no tachar a todos los independentistas con la misma tinta, porque así solo perpetuamos la dinámica tribalista. Hay que aprender a respetar y encontrar el bien incluso en los movimientos que uno no favorece. Al final, muchas veces hay algo de verdad detrás de esos movimientos. Hay que encontrarla y negociar porque -al menos, desde el planteamiento republicano que yo tengo-, las personas tienen el derecho de gobernar su propia vida. La gran paradoja del independentismo es que son movimientos profundamente antirrepublicanos en su espíritu, porque lo que quieren es imponer una ideología sobre las masas. Lo que les interesa, sobre todo, es avanzar en su programa político aunque sea contra la mitad del pueblo. El único modo de superar esa lógica es delegar más poder en el nivel local, para que los municipios tengan más autonomía y puedan marcar su vida con su propio rasgo cultural.
En los primeros días tras el 1-O se produjo una especie de comprensión romántica en la opinión pública europea, en los medios, sobre las reivindicaciones nacionalistas. ¿Cree que los independentistas contaron mejor las cosas, que manejaron mejor las redes sociales y sus fake news? ¿A qué cree que responde esa primera mirada complaciente de la sociedad internacional?
En parte, por la mala jugada de Rajoy con su desproporcionada actuación policial. Debería haber dejado que se produjera la votación y, simplemente, declararla nula e ilegal. No había necesidad de intervenir con tanta fuerza. Eso le dio a la votación el color de que era algo oprimido.
Por otro lado, hay una predisposición en las personas de nuestro tiempo a creer en los cuentos o las narrativas populistas. Cataluña utiliza esa narrativa del pueblo que se reivindica. Pero si rascas un poco descubres que ese supuesto pueblo soberano está dividido, que hay mucha gente que disiente y que no quiere el programa político -del nacionalismo-; poco a poco, se ha ido descubriendo que eso es así, pero en los primeros momentos, los independentistas tuvieron mucho éxito en reivindicar esa idea de España contra Cataluña, lo que no es verdad. La narrativa soberanista colectiva es muy peligrosa, porque esconde las divisiones y pretende que seamos todos iguales.
«Deberíamos tener protecciones institucionales frente al mayoritarismo».
Es evidente que las sociedades modernas han excluido a Dios de la vida pública. Vivimos como si Dios no existiera. ¿Cree que se trata de un camino sin retorno?, ¿quedará Dios reducido ya para siempre a la esfera privada?
No creo que vaya a ser así. Dios ha sido excluido de la esfera pública, en parte, porque esa esfera pública se ha identificado cada vez más con los poderes centralizados. Y, como somos una nación multicultural y con mucha gente que no es creyente, la presencia de Dios da miedo a la gente. Pero la esfera pública es mucho más rica y multidimensional, cuando entiendes que también es una esfera cultural, de discurso público, de diálogo… en ese momento, la religión ya no es una amenaza, porque no se tiene que identificar con el Estado nacional, por ejemplo. Un programa de televisión sobre la fe, o la religión puede tener una audiencia nacional y formar parte de la esfera pública sin amenazar a nadie. Es la asociación entre religión y amenaza a la libertad lo que dificulta la introducción de la religión en la vida pública.