Leo en la prensa que el Supremo ha ratificado la condena que obliga al presidente de Ausbanc a tuitear durante un mes que difamó a Rubén Sánchez, que es el portavoz de la organización de defensa de los consumidores Facua. Y, claro, me viene la duda: si al difamador tuitero se le obliga a reparar la ofensa en la misma red social donde infringió la ley, ¿cómo se castigará al que insulta por la calle? Quizá se obligue al que insulta y al insultado a volver a la misma calle donde se produjeron los hechos a repetir la escena, pero al revés. No me digan que no tendría su gracia la escena.
Lo cierto es que el caso de Luis Pineda y Rubén Sánchez recuerda, vagamente, al de Burt Simpson escribiendo en la pizarra. Es algo así como la traslación adulta de la justicia infantil, del natural vínculo que une el castigo con su condena, la ofensa con el perdón.
Reafirmemos nuestro derecho a insultarnos en secreto.
«Imbécil», «corrupto» o «falso», fueron alguno de los insultos que el presidente de Ausbanc, hoy en la cárcel por asuntos de más calado, le dedicó a Sánchez. Descalificaciones parecidas se ven a diario en Twitter, ese patio de porteras donde lo mismo se informa de una dimisión que se aniquila el honor del enemigo íntimo, como ocurrió en este caso que, ojalá, y dado lo pionera de la sentencia así sea, sirva de advertencia a los que vomitan sus insatisfacciones desde la aparente impunidad de la red.
Ha dejado escrito Han, filósofo alemán de origen coreano, que la sociedad de la transparencia en la que vivimos “es un infierno de lo igual”; y añade: “solo es por entero transparente el espacio despolitizado. La política sin referencia degenera, convirtiéndose en referéndum”. Así, Twitter y sus semejantes se han convertido en el nuevo paradigma de esa sociedad licuada en su inconsistencia que cree que el exhibicionismo hortera de sentimientos y opiniones es sinónimo de una sociedad moderna. Por eso las disputas sanguíneas se muestran ante el gran ojo de la opinión pública, buscando el referéndum del pueblo y, después, el veredicto social de los propios.
Reafirmemos nuestro derecho a insultarnos en secreto. Sería mejor no hacerlo, claro, pero si nuestra natural debilidad nos presiona en exceso, quedemos en un bar, o en una biblioteca o un parque, y crucemos nuestras limitaciones cara a cara. Al final, con Han, “es obscena la hipervisibilidad, a la que falta toda negatividad de lo oculto, lo inaccesible y lo misterioso”. Así que, a los tuiteros obscenos, como ha hecho el juez, condenémosles a pagar su exhibicionismo con exhibicionismo.