A veces, escuchar no es suficiente. A veces, verlo repetidamente lleva a la rutina. A veces, hablar de ello acaba aburriendo. No basta, como diría Franco de Vita. Es necesario pisarlo, en este caso. Tras los desastrosos acontecimientos provocados por la DANA el 29 de octubre, miles de voluntarios se marcharon a Valencia con la intención de colaborar con los afectados, y no deja de impresionar.
La impotencia predomina cuando se contempla el muro de coches, ropa y muebles que vigila la entrada de Catarroja. Parece inexplicable, sacado de una película de acción distópica. Pero allí está, alimentado por inversiones vacías, sueños inútiles y recuerdos de personas que ahora solo quieren olvidar. Nada de eso importa ya, todo aquello carece de sentido. Solo prevalece limpiar la calle, recolectar comida y analizar la marca que ha dejado el agua en+ casa, que llega al metro y medio y hace inhabitable el que ha sido tu hogar por años. ¿Cómo debe de ser esto a ojos de un chaval?
Ante la cruda realidad
El jueves 7 de noviembre, un grupo de jóvenes de entre 17 y 22 años salió hacia Valencia desde el colegio Retamar (Pozuelo de Alarcón, Madrid). ¿Su objetivo? La zona cero, que no se extiende por un pueblo o dos, abarca cientos de kilómetros destrozados por el agua. Miles de personas que no saben cómo poner ese punto y aparte en su vida. En definitiva, esa importante parte de España que todavía no se ha levantado y que necesita pasar página.
Alojados en un pabellón, empiezan a notar que algo es distinto. Duermen con gente de todas partes: bomberos, guardas forestales, policías o simples ciudadanos que no se conforman con mirar y seguir con su vida. Pero, sin embargo, nadie parece estar asombrado. Nadie se ha parado a pensar que lo que está ocurriendo allí, en ese pequeño polideportivo de Picanya, es un milagro.
«No pueden olvidarnos, es algo que va a durar y se necesitará gente, mucha gente», afirma Julia, ciudadana de Alacuás
Al recorrer la CV-33 se palpa el desastre. La carretera que separa Albal del polígono industrial está plagada de restos de árboles y vehículos, lo que suscita una pregunta en el interior de estos jóvenes voluntarios: Si así han quedado los coches, que han recorrido kilómetros solo por la fuerza del agua, ¿dónde puede haber acabado aquel al que la riada cogió despistado? Claramente, no saben a lo que van hasta que entran en alguno de los pueblos afectados.
Exceso de manos… ¿seguro?
Uno de los hechos de los que no se toma conciencia es que en Valencia hay trabajo para mucho, mucho tiempo. Tras estar cuatro días trabajando, los voluntarios se dieron cuenta. Alcantarillas que desatascar, calles que limpiar, negocios y hogares que desalojar y una ingente cantidad de garajes que vaciar.
Algo que impactó mucho fue tener que despejar un garaje de tres plantas, perteneciente a un edificio que contenía apartamentos y oficinas de Aldaia. Aunque eran muchos entre todos (20 voluntarios de Madrid y unos 15 del propio pueblo) sabían que eso no quedaría vacío por lo menos en una semana. De no ser por el cuerpo de bomberos habría sido así. Gracias a Dios, acudieron en su rescate y en cuatro horas el garaje estaba despejado, a excepción de la última planta, que se encargarían de vaciar con una bomba de agua.
Esto les hizo reflexionar sobre la importancia de su presencia allí. Estaba claro que se les necesitaba pero… ¿eran realmente eficientes? Alguno pensó en que, si en Aldaia hubiera el mismo número de fuerzas armadas que de voluntarios, quizá la situación de ese pueblo, y la de todos los demás, podría haber sido diferente. No se sabrá, pero aun así es un deber reconocer la importancia y la necesidad de los cuerpos de seguridad en este tipo de desastres.
La situación de los ciudadanos
En una ocasión, los voluntarios hablaron con un joven de unos 20 años que contaba cómo la crispación había dominado a la mayoría, llegando incluso a crear grupos de patrullas para vigilar y, en algún caso, tomarse la justicia por su mano con los que causaran disturbios, aprovechándose del caos. Esa es la realidad de Valencia. Hay personas desesperadas que lo hacen todo con tal de sobrevivir. Pero lo cierto es que no todas se dejan dominar por el miedo o el cansancio.
Aunque la visión de pueblos derruidos o carreteras llenas de basura no deja a nadie indiferente, nada les impresiona más que la sonrisa de una mujer de Paiporta que limpia los restos del negocio de su vida. La capacidad de los valencianos para asumir hechos como estos, devastadores, es de admirar. También lo es su actitud servicial ante la ingente cantidad de personas que viene a su pueblo para poner su granito de arena, proporcionándoles no solo alimento, sino un agradecimiento inmenso. Hay formas y formas. A algunos no les hace falta verbalizarlo, solo miran. Sus ojos piden a gritos ayuda, cariño, comprensión y tiempo.
Una nueva mirada
Cuando llega el momento de volver, los voluntarios no se quieren ir. Es normal, las consecuencias de darlo todo es querer dar más y es eso lo que les pasó a estos jóvenes. No vuelven igual y, aunque hayan sido cuatro días, ha valido la pena. A veces, ocurre que, cuando vuelves de un lugar donde se pasa verdadera necesidad, valoras lo que tienes mucho más. En este caso, ocurre con las calles limpias, el poder circular sin tener que quitar parachoques de la carretera y la seguridad de tener una casa con las cuatro paredes intactas.
Las cosas se ven de otra manera. Te cambia la mirada. Tristemente hay algunos a los que no les dura mucho y siguen con sus vidas, al final son modas, pero hay que luchar para que esta vez no ocurra lo mismo. Valencia requiere dedicación y oración por mucho tiempo, y los valencianos necesitan sentir ese cariño para poder seguir adelante.