De entre las muchas lecturas que pueden hacerse tras el triunfo arrollador del PP de Ayuso en las elecciones del 4 de mayo, quizá ninguna me parece tan relevante como la que tiene que ver con la defensa de lo real, lo que es, la verdad, porque, como dijo Cercas, «uno no encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega». Y lo que la izquierda se ha encontrado en las urnas es todo aquello que durante largos meses se negaron a ver, inmersos como estaban en su metarrealidad tuitera y televisiva.
El Madrid digno, en pie y orgulloso se levantó a su hora, disfrutó de uno de esos castizos días de solecito y rebeca y se fue a la urna a decir serenamente que ni bombas víricas ni cierres absurdos ni fascismos en vinagre. Porque todas esas palabras gruesas con las que Iglesias trufó su campaña paralela -de la realidad misma, ya digo- no se sostenían con la verdad de una región cuyos habitantes están a otra cosa: el colegio, el centro de salud, los impuestos, que Bildu no nos negocie el país y en ese plan. Finalmente, el castillo de naipes del antiguo líder transversal se vino abajo y todos pudimos ver la magnitud de su desastre.
Creo que ningún periodista ni sesudo comentarista -valga la redundancia- ha logrado en las últimas horas sintetizar lo ocurrido como lo hizo el (creo) humorista Quequé: «Íbamos ganando en Twitter, yo no sé qué ha podido pasar». Tal cual. El micromundo reactivo de las redes sociales, cuyo efecto burbuja es claustrofóbico, tiene ese reverso engañoso: el de pensar que lo real -entiéndase, lo que es, la verdad- es aquello de lo que allí se habla: de las elucubraciones conspiranoicas de Antonio Maestre a los problemas familiares de Rocío Carrasco, pasando por el penúltimo exabrupto de Monedero y la próxima enganchada de Toni Cantó con algún exvotante.
Cuando Iglesias llamó a la alerta antifascista, en Twitter sonó la corneta, pero en la calle no pasó nada. Porque allí no había fascistas. Lo real tiene ese efecto inmediato, inevitable. Se meten votos en una urna y luego se cuentan. Claro que, a posteriori, uno trata de adaptar lo ocurrido a un nuevo storytelling, y así, la rueda del relato vuelve a girar. Y gira y gira y gira hasta que, como le ha pasado a Pablo Iglesias, acaba uno diciéndose a sí mismo, en la infinita soledad de las urnas vacías, que ha pasado de asaltar los cielos a chivo expiatorio de sí mismo.
Ay, si Girard levantara la cabeza.