El 11 de marzo de 2004 murieron asesinadas 191 personas en los atentados de Madrid. Desde entonces, cada año homenajeamos a las víctimas, recordamos la historia y reflexionamos sobre cómo construir una sociedad mejor donde no se repitan actos como aquellos.
Hoy, 16 años después, estamos viendo cómo un virus invisible a los ojos acaba cada día con más vidas, muchas más que en aquel 11-M. Cuánto lamentamos su pérdida aquel día. Cuánto sufrimos los españoles. Cuánta frustración y, sin embargo, qué bien supimos encauzarla hacia la unidad, hacia comprensión del vecino y a la reconciliación con el hermano. Pero esta vez falla algo…
¿Por qué hoy no hacemos lo mismo? ¿Por qué esta falta de sensibilidad con nuestros abuelos? ¿Por qué nadie llora sus muertes? ¿Coincide esta falta de sensibilidad hacia nuestros mayores con la reciente puesta en marcha de la ley de la Eutanasia?
Apenas nos hemos parado a reflexionar que, una vez más, son nuestros ancianos los más castigados. Se legisla para facilitar su muerte y pensamos cosas como “al fin y al cabo ya eran mayores, ya tuvieron su vida”. Mientras tanto, los ciudadanos nos divertimos haciendo memes, chistes, bromas, comentarios, y nos olvidamos de los familiares de estas personas, los cuales están encerrados en sus casas sin poder velar a sus difuntos, despidiéndose por videollamada, sin poder consolarse unos a otros.
Es tarea nuestra recordar que nuestros ancianos constituyen un valor de sabiduría y experiencia inigualable. Todos ellos han vivido en diferentes sistemas de Gobierno, con y sin monarquía; han atravesado crisis económicas, cambios de paradigmas sociales, la revolución tecnológica, y todo tipo de cambios, convirtiéndose en la única fuente de estabilidad en muchos momentos, el único apoyo con garantías, especialmente cuando sus hijos les han convertido en niñeros de sus nietos. Ellos han sido los verdaderos salvadores de nuestro país, los que han conseguido que, en medio de este ritmo frenético, pudiéramos detenernos un momento a reflexionar con otra mirada sobre lo que estaba ocurriendo. Perdiéndoles, perdemos todos. Y no deberíamos pasarlo por alto.
Agradezcamos a nuestros mayores todo su esfuerzo, la lucha por los privilegios de los que hoy gozamos, incluso en estas circunstancias tan inesperadas. Cuidémosles y concienciémonos de que es responsabilidad nuestra devolverles una pequeña parte de lo que nos dieron, atenderles y, ahora más concretamente, protegerles de la exposición ante este virus.
Permanecer en casa en estos momentos no es un juego. Hagámoslo acordándonos de quienes se nos están yendo antes de tiempo. Es un acto de responsabilidad social y un acto de amor hacia los demás.