Las luces tenues del aula magna de la Universidad Francisco de Vitoria (UFV) ya presagiaban el halo de intimidad que iba a impregnar la tarde del 21 de octubre. Diversos corrillos se iban amontonando en las butacas y pasillos. En todos había dos notas comunes: la sonrisa en los rostros y la excitación de sus palabras. Se trataba de alumnos del Máster de Acompañamiento Educativo y de algunos seguidores del ponente. “El maestro”, así es como llamaban cariñosamente al ponente, a Alfonso López Quintás. Dos palabras, esa personificación de la célula primaria de la educación, gritaban las historias de admiración de aquellos que habían vivido un encuentro personal con él. Y no eran hechos del pasado, sino del presente y del futuro, pues ese lugar, ese ambiente, ese suelo, esos pilares… En definitiva esa universidad no sería lo que ha sido, es y será sin López Quintás, como discípulo que emprende sus pasos tras los sueños de su guía.
Resulta a la vez sencillo y complicado figurarse a López Quintás como un maestro. Sencillo por su apariencia: con sus libros y gafas caídas, con 91 años de vida que hablan de la sabiduría de la experiencia, con una voz tan temblorosa como paciente. Pero definitivamente complicado por la verdad que más allá vive y deja relucir: la pasión de un joven enamorado por primera vez (en su caso, de la vida), el asombro de un niño que descubre un sentido ya confuso entre las preguntas del adulto, la fuerza de una mirada nueva que se revela contra el conformismo y la indiferencia de un mundo cansado.
“Vamos a escalar con Beethoven las cimas de la belleza”, fijó López Quintás, nada más comenzar la meta de ese camino que iba a recorrer junto a todos los presentes. La sabiduría del maestro no se hizo esperar en cuanto comenzó a hablar del poder formativo de la música, no entendida como un mero entretenimiento, sino como un auténtico don. En la cabeza de todos apareció la famosa frase que decía que la música hace más inteligente, pero López Quintás precisó que eso no era exacto, ya que en realidad lo que hace es a la persona más madura intelectualmente. Pareció eso más una petición de padre que explicación de maestro, pues instó con energía jovial a desarrollar una visión a lo lejos y a lo ancho, a sumergirse de lleno en el sentido profundo de las cosas, en no permanecer indiferente ante la vida al quedarse en la superficie. Ante sus ojos, la música es un bien necesario para tales tareas, pues es y precisa la relación, que es el origen de todo aquello. Es relación ya que su base son intervalos, el impulso de una nota a otra. Y precisa relación por la influencia mutua de la obra (sus normas son las posibilidades que conducen a que sea bien ejecutada) y del intérprete (su colaboración da vida a la música). “¿Y a nosotros qué?”, se preguntó tras las explicaciones musicales al leer las inquietudes del público en sus ojos. “Al ser seres de encuentro, la música también nos habla sobre nosotros mismos”, sentenció en un susurro que pareció insuflar vida. En aquel momento, la música tomó un sentido diferente para los que allí se encontraban, quienes sintieron cómo latía su ritmo dentro ellos, cómo formaban parte de una sinfonía mayor, cómo la música no era muy diferente a lo que ellos vivían cada día. Ese poder transfigurador de las relaciones, esa melodía de impulsos de intervalos en una obra musical, aparecía como reflejo del intercambio creativo de posibilidades. “Esto es el amor, mirar juntos en la misma dirección al mismo valor”, como dijo a continuación el filósofo.
La música penetró en los asistentes hasta convertir en íntimo (“distinto a nosotros, pero no distante”, aclaró el maestro) el fenómeno de la participación en la música, que llegó a su cima en la segunda parte de la conferencia. Al guía inicial de la caminata, se unió aquel que descubrió la ruta: Beethoven, quien protagonizaba la tarde y la última obra de López Quintás. “Era un hombre muy comprometido con la vida”, así definió el conferenciante al genio musical para ilustrar con unas sutiles pinceladas los motivos de la novena sinfonía. Los grandes principios del artista permanecieron fuertes pese a que la frustración vertebrara su existencia por aspectos como la guerra, el desamor o la sordera. Al ser conocedor de los lugares más brillantes y oscuros del alma humana, fue capaz de entender que su misión en el mundo era recurrir a la música como don para ayudar a los hombres a superar la frustración vital. ¿Cómo puede hacer eso la humanidad? La respuesta se hallaba en la novena sinfonía: “Todos los hombres serán hermanos”, como repite varias veces la letra. Discordia, fervor, rechazo, alegría, unión… La historia de la humanidad y de cada hombre se encuentra escrita en aquellas partituras, convertidas en vida por cientos de orquestas en siglos posteriores. Una de esas interpretaciones fue proyectada en el aula magna ante el estremecimiento del corazón de los presentes, conocedores de una verdad más profunda de la obra tras el retrato que López Quintás había hecho de Beethoven. Ahora, detrás de cada nota resplandecía el impulso del encuentro propio de la música, de las personas, de los deseos de su autor. Aquella escucha activa fue renovada por los susurros de un reverencial López Quintás desde el micrófono, quien con cuyas palabras reavivaba la grandeza de la novena sinfonía a la vez que marcaba el ritmo con sus temblorosas manos. El niño y el anciano se fundían en aquel baile que realizaban sus arrugas.
La explosión de bien, verdad y belleza solo pudo terminar con los asistentes en pie aplaudiendo a ambos maestros, aunque López Quintás los atribuyese humildemente solo a Beethoven. Con todos levantados, expectantes, emocionados, López Quintás meditó cuáles serían sus últimas palabras para un público tan agradecido: “Recordad el don del ciclo de vivir en un mundo de increíble belleza”. Ya no había distancias, todo era íntimo, como unos nietos escuchando las historias de su abuelo en una noche encapotada junto a un candil que alumbra la única luz posible. El ímpetu por transmitir esa belleza a los demás había movido a Beethoven a escribir el mayor canto a la fraternidad que conoce la historia, pero también había sido el motor de una vida que había conducido a López Quintás hasta ese momento. En lo alto del escenario, con todos en pie observando, solo unos focos iluminando al maestro, se hacía evidente que había alcanzado la cumbre prometida. No solo había subido a los presentes hasta allí con la ayuda de Beethoven, sino que se encontraba ya observando el paisaje que había construido con su escalada: el encuentro con decenas de personas que habían conocido caminos nuevos de su vida gracias al sentido que “el maestro” había abierto para ellos.