Su monstruo bailaba. Le gustaban los pasos más complicados y la música con mejor ritmo. El sonido de sus pasos sobre el suelo, el sentir ser parte de algo más grande. Pero necesitaba energía… una energía que requería de otra persona. En 2015, ya notaba que estaba “más floja de ánimos”. Ese mismo año, sufrió dos trastornos alimenticios continuados: anorexia y bulimia. Aunque los superó, ella cree que “afectaron” a su estado.
“Cuando me pongo triste, sin saber la razón, creo que son secuelas”, explica mientras juega con la cremallera de la chaqueta. Valeria es una chica de 19 años, estudia Psicología y lleva una camisa con los dos primeros botones desabrochados con unos pantalones caqui. Va al gimnasio y queda con sus amigas, también le gusta salir de fiesta y leer, por lo general, libros sobre feminismo. Aunque también le encantan las obras de ficción y, cada vez menos, las de autoayuda.
A principios de 2017, empezó a perder las ganas. “Dejé de disfrutar del baile, que era, prácticamente, el centro de mi vida”, confiesa mientras trata de sonreír, pero no lo soporta. No hay lágrimas cayendo por la mejilla, ni grandes llantos, pero se le va la voz. “A veces, lo veo como el comienzo de todo (dejar el baile)”, continúa mientras busca con la mirada algo en lo que fijarse. “Cuando encuentras algo que da sentido a tu vida y lo dejas, sientes un vacío”, explica. Llega un breve silencio y un trago de agua, un trago corto y sin apenas dejar al vaso hacer su cometido.
“El baile era el centro de mi vida, y no me di cuenta hasta que lo dejé”, logra decir. Ahora Valeria lo ve como “una de las peores decisiones” que ha tomado y, aunque ha pensado en volver, sigue sin bailar.
Desde ahí, se dio cuenta de que algo no iba bien. Valeria, a quien le gustaba bailar y pintar, fue diagnosticada de depresión poco antes del verano. Frente a la posibilidad de que se le agravase, decidieron recetarle medicación. Una medicación que le hacía sentir “anulada”.
“Sentía que mi personalidad y todas mis emociones estaban tapadas”, relata rememorando aquellos meses de pastillas. Esta sensación hizo que la dejase sin avisar a nadie. Valeria se sentía “más enferma” con la medicación y quería creerse que su mejora era “por méritos propios”, porque ella es una luchadora. Una luchadora solitaria.
Valeria recuerda que pensaba que “iba a ser eterno”. “No hay esperanza”, afirma cuando trata de explicar la sensación de estar deprimida. Pero no llegó a ningún extremo, ella admite que “no” se hubiese matado, aunque tampoco le hubiera importado “haber acabado muerta”.
Frente a la pregunta de dónde estaban sus padres, Valeria levanta la vista al techo y se ríe para sí misma. “En el desconocimiento seguramente” afirma. Al bajar la mirada, la sonrisa desaparece y la sustituyen unos ojos cristalinos y una voz aguada que dice: “quería sentirme sola porque me sentía la única y total culpable”. “Yo creía que si estaba mal era porque quería y no hacía nada por estar bien”, explica mientras se acomoda en el asiento.
Aun en la ignorancia, Valeria admite que sus padres notaban algo. Ella recuerda que su madre le decía: “estás como dormida”. “Esa frase me definía tan bien que me hacía hasta daño”, confiesa.