El cascanueces: un viaje a la imaginación

- ACTUALIDAD - 10 de diciembre de 2025
Foto: GoranH (Pixabay)

Los niños, cuando son pequeños, viven rodeados de mundos invisibles. Construyen castillos con mantas, convierten pasillos en bosques encantados y dan vida a juguetes que hablan cuando los adultos no miran. Hay un instante en la infancia en el que lo imaginado y lo real conviven sin conflictos. El cascanueces nace exactamente de ahí: del lugar donde la fantasía se atreve a existir sin pedir permiso.

La historia que inspiró el ballet tiene su origen en 1816, en la pluma de E.T.A. Hoffmann, uno de los autores más fascinantes del Romanticismo alemán. Su cuento, El cascanueces y el rey de los ratones, no era un simple relato para niños; era un viaje a las capas más profundas del sueño, de lo onírico, de ese espacio donde la lógica se disuelve y la imaginación toma el control. En él, una niña llamada María (Clara, en la mayoría de adaptaciones posteriores) recibe un cascanueces de madera como regalo de Navidad. Lo que parece un detalle inocente se transforma en el inicio de una aventura nocturna: juguetes que cobran vida, un ejército de ratones que invade el salón familiar y una batalla heroica en la que el cascanueces se revela como un príncipe encantado. A partir de ese momento, la noche se convierte en un escenario de maravillas: nieve que cae en silencio, reinos hechos de azúcar, dulces que bailan y una atmósfera que parece sacada directamente del corazón de un sueño infantil.

No obstante, el cuento de Hoffmann tenía un transformado más sombrío, y fue precisamente, esa mezcla de luz y oscuridad lo que llamó la atención del coreógrafo Marius Petipa. Él vio, en esa extraña y hermosa historia, la posibilidad de crear un ballet que captura el misterio de la Navidad y la magia de la infancia. Pero, para hacerlo, necesitaba música que no solo acompañara la danza: necesitaba música capaz de crear mundos.

Ahí apareció Piotr Ilich Tchaikovsky. Uno de los grandes compositores del siglo XIX, un hombre cuya sensibilidad musical había transformado ya la forma de entender el ballet. Aunque aceptó el encargo sin demasiadas expectativas, terminó componiendo una de las partituras más icónicas de la historia de la música. Tchaikovsky se inspiró en la riqueza emocional del cuento de Hoffmann, en lo etéreo, dulce, inquietante y caprichoso. Su música parece decir sin palabras aquello que todos los niños intuyen: que el mundo es mucho más grande de lo que creemos.

En El cascanueces cada nota cumple una función narrativa. El tintineo casi cristalino de la Danza del Hada de Azúcar suena como si las luces del árbol de Navidad se convirtieran en sonido. El Vals de los Copos de Nieve flota en el aire como si realmente nevase sobre el escenario. Y en el Vals de las Flores, la música se abre como un jardín que se despliega ante los ojos. Hay algo profundamente emocional en estas melodías; algo que no se limita a acompañar la coreografía, sino que la amplifica, la empuja, la hace respirar.

El estreno del ballet, en 1892, no fue el éxito que hoy es. La crítica lo consideró irregular, y Tchaikovsky murió sin llegar a ver el fenómeno global en que su obra se convirtió con el tiempo. Tal vez, lo más mágico de El cascanueces es justamente eso: que sobrevivió a su propio nacimiento. Con los años, se ha transformado en un ritual, una tradición que vuelve cada invierno, recordando que la belleza no siempre triunfa de inmediato, pero siempre encuentra su lugar.

Hoy, El cascanueces no es solo un ballet. Es una experiencia cultural que atraviesa generaciones, países y lenguajes. Está en los teatros, en el cine, en series, en adaptaciones modernas, en las bandas sonoras de la infancia y, sobre todo, en la memoria emocional de la Navidad. Cada función es distinta, pero todas comparten el mismo propósito: recordar que la imaginación sigue viva, aunque, a veces, la hayamos dejado dormida.

Porque Clara, en el fondo, son todos los niños. Todos han tenido un cascanueces (real o simbólico) que nos llevó a un mundo lleno de posibilidades. Todos han sentido que la noche de Navidad tiene algo de sagrado, de misterioso, como si el tiempo se detuviera y el mundo se volviera más amable. Y todos, de una manera u otra, siguen necesitando escapar un momento al Reino de los Dulces, al bosque nevado, a la música que los acompaña desde que son pequeños.

Quizá esa sea la verdadera razón por la que El cascanueces sigue vigente más de un siglo después. Porque es un recordatorio de algo esencial: que la imaginación no es solo un juego infantil, sino una manera de sobrevivir a la realidad. Que soñar (aunque sea por dos horas en un teatro) es una forma de volver a casa.

Al final, El cascanueces invita a recuperar ese gesto tan simple y olvidado: dejarse llevar. Crear, imaginar, escuchar. Recordar que dentro de cada uno vive ese niño que veía magia en todas partes.

Y quizá, después de todo, eso sea lo más valioso que deja este ballet: la certeza de que la imaginación nunca se pierde; solo espera a que la dejen salir otra vez.

TAGS:
Comments are closed.