El nuevo presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha sobrevivido más allá de lo que nadie podía esperar. Ese es su principal mérito, que no es poco en la España del cortoplazo y la política emotiva. Cuando hace no demasiados meses los líderes de su partido le echaron literalmente de Ferraz, Sánchez empezó a preparar este día. Susana Díaz, Felipe y Cebrián no supieron ver que la política de hoy no se escribe en las moquetas y le regalaron a Sánchez un argumento poderoso. Él se cogió su coche, se puso una chupa de cuero y empezó a confeccionarse un nuevo traje: el del político de calle, el honesto, el que mantiene su palabra frente a los poderosos, el que asume la plurinacionalidad de España que reinventó Zapatero y heredaron los de Podemos, el hombre, en definitiva, que se opuso al establishment de su partido. Poco importa que todo eso sea cierto, basta que lo parezca. Y así, más pronto de lo que él esperaba, con paciencia y rocosidad, Sánchez ha logrado lo que parecía imposible.
Es cierto que la presentación de la moción de censura era una apuesta arriesgada, sobre todo si, como ha sucedido, salía adelante. Sánchez llegará a la Moncloa con un peaje oculto. Al menos, cuando Rajoy negoció los presupuestos con el PNV, acabamos sabiendo que había sido a costa de unos cuantos cientos de millones de euros; ahora, la ciudadanía no sabe cuál ha sido el precio que le han exigido esa colección de 22 partidos que han aupado a Sánchez. El único punto en común que tiene esa extraña alianza es echar a Rajoy, pero, a partir de ahí, ¿qué más une a los herederos de la ETA, los seguidores del «Le Pen español» o los que defienden que la Transición fue un «candado» para las aspiraciones de muchos pueblos del Estado?
«Puigdemont quiere que Sánchez sea presidente. ¿Por qué? La respuesta es inquietante».
Si la moción no hubiera salido, Sánchez habría logrado recuperar la iniciativa política sin gasto alguno, pero, ahora, como presidente será examinado a diario. En cuanto se desinfle el suflé antirajoy, los que le han apoyado empezarán a exigir contrapartidas. Deberá pilotar unos presupuestos en los que no cree y, con esos mimbres, afrontar los compromiso europeos y los retos propios de la coyuntura económica. Porque eso es gobernar. Sobrevivir a ese horizonte parece un reto aún mayor que al que se enfrentó hace un año. Donde había un Cebrián ahora habrá una Merkel, donde estaba Susana Díaz ahora se encontrará con Macron, donde antes tenía a César Luena ahora encontrará a Gabriel Rufián. Puigdemont quiere que Sánchez sea presidente. ¿Por qué? La respuesta es inquietante.
Las Cortes representan a la nación española. Ayer, los españoles asistimos al advenimiento de un nuevo presidente que lo será gracias a los que celebraban los asesinatos de la banda terrorista ETA, los que defienden la justicia de Bruselas y desprecian los tribunales españoles. Mariano Rajoy se equivocó al largarse de la Cámara y dejar a sus votantes representados por el bolso de la vicepresidenta Sáez de Santamaría -al final, eso sí, demostró grandeza al pronunciar las palabras «perdón» y «gracias», pero es tarea de su sucesor hacer que los ciudadanos no nos sigamos sintiendo humillados a diario por el perfil de sus socios de investidura.