La vida nunca se nos presenta como acabada. Y esto aplica tanto a las cosas de la vida pública como a las de la íntima. Ahora se negocian los Presupuestos Generales del Estado, ayer unos cuantos eligieron presidente a Trump y luego a Biden, y mañana un nuevo volcán entrará en erupción. Pero ahora también algún joven sufre un ataque de ansiedad, ayer un sacerdote experimentó una dura crisis de fe y mañana algún abuelo temblará de miedo ante la perspectiva de la muerte. Y, en todos los casos, el hilo conductor fue, es y será el mismo: la realidad se nos impone en construcción, como proyecto o, mejor -ojalá-, como misión.
Solo descubriéndonos peregrinos podremos descifrar algún misterio, uno pequeño, quizá; o al menos aprenderemos a convivir con él. Solo así podremos abrazar de algún modo las dudas grandes y pequeñas que, con el paso del tiempo, van irrumpiendo en nuestras frágiles seguridades. El peregrino camina hacia algún sitio, es un moverse hacia, que ya es mucho. De hecho, lo es todo. Si caminamos con un rumbo, entonces ya no estamos de paso, entonces ya no somos esa bolsa de plástico movida absurdamente por el viento y la electricidad. O por mi propio deseo, impulso, jaqueca, neura, trastorno, emoción o derrota.
Pero, ¿cómo descubrir que la vida es un ir con sentido y compartido? Quizá la propia experiencia pueda darnos alguna pista. Nuestra biografía, pensada en silencio, despacio, debe devolvernos a una certeza insistente: no todo depende de mí -casi nada, en realidad-, nada empieza y acaba en mí y, por tanto, la clave de la vida no puede estar en mí. Esta realidad indiscutible nos lleva necesariamente a un viaje hacia fuera, a una cierta emancipación de nuestras frustraciones. Nos pone en salida. Y, al hacerlo, al salir de los muros de piedra y hueso de mi mismidad, encontramos que no estamos solos. Que nuestras libertades están permanentemente entrelazadas, dialogan entre ellas, ceden, se ajustan con natural flexibilidad.
Y al salir de mí mismo y ponerme en camino descubriré que puedo fiarme de mis compañeros de viaje. Pocas cosas hay más transformadoras que romper el paradigma de la sospecha. Y hacerlo es sorprendentemente fácil: basta con asumir nuestra pequeñez, nuestras flaquezas y heridas. Si yo soy así, ¿por qué el otro va a ser mejor? Solo ante el espejo y la conciencia, a uno no le queda más que liberar a los demás de la obligación de ser perfectos.
Pero volvamos al camino. Ahora que sabemos que no estamos solos, vamos descubriendo las huellas de quienes nos han precedido. Y que nos van guiando a derecha y a izquierda, recordándonos que, no solo no estamos solos hoy, sino que no lo estuvimos nunca: nuestros mayores nos precedieron en este ir viviendo, en este vivir en misión. Podemos confiar en la hondura de las huellas que el camino nos muestra. Aquí un abuelo que desertó del odio, allí un padre que eligió con sabiduría, allá una madre que acogió mi existir.
Claro que en este vivir en gerundio -este caminar compartido y con sentido- hay dificultades. Y, a veces, el camino torna en desierto. Que puede durar mucho, una hora o 40 días. Desiertos hacia dentro -me frustro, me pierdo, me hundo-, desiertos hacia fuera -te frustro, hago que te pierdas, te empujo- que nos harán dudar de nuestro destino. Pero es entonces cuando deberemos agarrarnos a la brújula y volver la mirada al norte. Bracear entre la niebla, buscar la luz del faro y combatir el noble combate. Uno debe ser fiel a aquello para lo que ha sido convocado. Pero, ¿y qué misión es esa?, ¿quién me llama? Nadie puede responder a esas preguntas por ti. Pero lo que es seguro es que la respuesta te/nos llevará toda la vida. Un ir viviendo hacia la última palabra, que no es muerte.