Artículo publicado originalmente en Corresponsales de paz.
La experiencia democrática en Myanmar solo ha durado una década. Los militares han vuelto al poder de manera efectiva tras el golpe de Estado del pasado 1 de febrero, aunque en la práctica nunca dejaron de controlar el país con su presencia e influencia en las más altas instancias. La reforma constitucional de 2008, previa al inicio de la transición democrática, les aseguró su acceso a ministerios importantes y a uno de cada cuatro escaños del Parlamento. Lo ocurrido en el sudeste asiático es un ejemplo más del retroceso democrático que viene produciéndose en el mundo en los últimos años, del que no es ajena esa importante zona del planeta, y refleja especialmente los problemas estructurales no resueltos en la antigua Birmania.
La justificación del golpe
El Ejército ha justificado el golpe porque considera que las elecciones celebradas el pasado 8 de noviembre fueron fraudulentas. El nuevo hombre fuerte del país, el general Min Aung Hlaing, ha anunciado que impulsará una “democracia organizada” y que convocará nuevos comicios en los próximos meses.
Pero detrás de la acción de los militares, y especialmente del nuevo presidente, está el deseo de controlar férreamente las estructuras políticas y económicas del país, como lo vienen haciendo desde hace seis décadas tras la instauración de la dictadura en 1962, y que ahora han visto amenazadas por el arrollador triunfo del partido de su gran oponente civil, la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi. Son muchas las dudas sobre lo que ocurrirá a partir de ahora, aunque lo que es seguro es que el ejército birmano buscará reconducir la situación política según sus intereses, lejos de la democracia plena, y, en todo caso, tutelando a un nuevo hipotético gobierno salido de las urnas.
La respuesta internacional
La comunidad internacional ha reaccionado con la incapacidad y la tibieza de la que hace gala desde hace tiempo. Por una parte, los países occidentales, con Estados Unidos y la Unión Europea a la cabeza, han condenado enérgicamente el golpe, han hecho un llamamiento para la restauración democrática y han amenazado con sanciones. Bien distinta ha sido la respuesta de China y Rusia. Pekín, que apoyó en su día a la dictadura, ha hablado de una simple reorganización del gabinete y, al igual que Moscú, se ha limitado a decir que hay que resolver las diferencias y garantizar la seguridad en la zona. Está en disputa, una vez más, el modelo político del mundo, pero sobre todo los intereses de parte. Todo quedó claramente reflejado en la reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU, que mostró las diferencias de sus miembros. El bloqueo de China y Rusia impidió una condena firme del golpe. Los valores democráticos, las libertades y los derechos humanos, quedan aparcados de nuevo, al tiempo que se impone una política basada en influir y controlar más espacios que el contrario y debilitar al adversario. China busca una mayor y mejor movilidad marítima en la zona, mientras Estados Unidos sigue pensando en el inicio de la era Biden en cómo frenar la expansión de Pekín.
Tiempos de protesta
La falta de credibilidad de los políticos que han llevado las riendas de Myanmar hasta el golpe no aclara demasiado la situación. La Liga Nacional para la Democracia, la formación triunfante en las elecciones de noviembre, ha defraudado las expectativas internacionales. Su líder, Aung San Suu Kyi, logró el Nobel de la Paz en 1991 enarbolando un mensaje de libertad y justicia que encandiló al mundo. La llegada al poder, con gestos autoritarios y una política de limpieza étnica llevada a cabo contra la población rohinyá han minado su prestigio. Tanto ella, como el presidente destituido, Win Mynt, han sido detenidos junto a decenas de personas por decisión de la junta golpista encabezada por Min Aung Hlaing, que fue precisamente el responsable de la ofensiva contra los rohinyá en 2017.
Pese al descrédito internacional, Suu Kyi, hija del general Aung San, héroe de la independencia birmana, conserva en su país una buena imagen por su defensa de la democracia, lo que llevó a los militares a decretar su arresto domiciliario. Así estuvo durante quince años, hasta que en 2011 se inició el periodo democrático.
Los habitantes de Myanmar han salido a las calles, aun a sabiendas de la gran fuerza del Ejército y del tímido apoyo que pueden recibir desde el exterior, incluido el de la ONU. La junta militar ha respondido con la declaración de la ley marcial en varias ciudades. Son tiempos de protesta en muchos lugares del mundo, a los que ahora se suma Myanmar con la esperanza de reanudar el proceso democrático interrumpido y de acabar con el poder de los militares, que quieren seguir demostrando quién manda en el país.
Las cifras de la democracia
Mientras se desarrollan estos acontecimientos en el sudeste asiático, el mundo democrático muestra su preocupación por el retroceso del número de habitantes que hoy viven en países en libertad. Solo un 8,4% de la población, menos de uno de cada diez personas del planeta, se encuentra en alguno de los 23 estados que pueden ser considerados como democracias plenas, según el último estudio publicado por The Economist. A este inquietante dato, que se explica en muchos casos por la restricción de libertades a causa de la pandemia, se suma que más de la mitad de los países del mundo son en este momento regímenes autoritarios o híbridos. Myanmar es uno de ellos. No sabemos aún cómo de “diferente” será la nueva etapa dictatorial que ahora se abre, según las palabras del líder de la junta militar. La oposición interna, la débil estructura política forjada en los últimos años y las acciones de la comunidad internacional determinarán en pocos meses las posibilidades de un país, con serios problemas de identidad desde la descolonización, para recuperar la senda democrática o para instalarse en la dictadura formal que vuelve a ser desde febrero de 2021.