Lo que es del César

- PENSAMIENTO - 4 de enero de 2017

Lo que necesita el hombre no cabe en un programa electoral. Sus anhelos, esperanzas y deseos profundos escapan al contenido de cualquier ley. Saltarse esa hegeliana concepción de la vida nos ayudaría a aceptar el dolor, sí, pero también a pedirle al César solo lo que es del César. Ningún Rajoy, Iglesias, Rivera, Merkel, Obama o Maduro puede garantizar la felicidad de sus ciudadanos; porque lo que está en su mano no sobrepasa la limitada –aunque importante, sin duda- circunferencia de lo material.

Nos hemos convertido en reclamadores de derechos, como si en una ley cupiera el sentido de nuestra existencia.

El siglo XX fue el de lo imposible: totalitarismos de todo pelaje buscaron paraísos terrenales que salvaran al hombre de su misteriosa limitación. Por supuesto, tales experimentos acabaron en utópicos desastres: gulags, campos de exterminio, racismo estructural, violencia legitimada, etc. Detrás de todas esas ideologías residía agazapada una misma concepción de la política como herramienta de transformación –revolución, diríamos- social netamente inhumana. Esto es, dotaba al Estado de estructuras que no le eran propias, puesto que ningún gobernante tiene derecho a decidir sobre la vida y la muerte de sus ciudadanos, ni, por tanto, puede responsabilizarse de su auténtica libertad, que les es propia por naturaleza. Esos regímenes abyectos violentaron el orden de las cosas y se apoderaron de la naturaleza del hombre, al que despojaron de su dignidad para convertirlo en bestia. Así, como bien ha dejado dicho el profesor López Quintás, el hombre que viajaba apilado como una caja en un tren camino del campo de concentración dejaba de ser hombre para ser cosa. Y a las cosas se las puede cambiar de sitio, partirlas por la mitad, quemarlas y destruirlas.

Pues bien, superado aquel siglo de horror, los nuevos tiempos nos han traído un mundo débil en el que el hombre se quiere salvar a sí mismo y en el que reclama del Estado lo que este no puede darle. Es decir, ya no es el gobernante el que quiere salvar al pueblo, sino la gente, ese concepto abstracto que en sí mismo esconde la negación del ciudadano libre, la que exige salvación en la ventanilla equivocada. Así, nos hemos convertido en reclamadores de derechos, como si en una ley cupiera el sentido de nuestra existencia. Por supuesto, se deben aplicar políticas que protejan a las personas más desfavorecidas y poner en marcha medidas para favorecer la creación de empleo y de riqueza, pero ninguna norma es suficiente en sí misma para crear paz en el corazón del hombre.