Hace unos meses estuvo en la Universidad Francisco de Vitoria (UFV) el obispo de Carúpano (Venezuela), Jaime José Villaroel. En una cena con los miembros de Corresponsales de paz, tuvimos ocasión de conocer de primera mano cuál es la verdad de los venezolanos. No me refiero a la verdad del eslogan, por muy justificado que esté, sino a la cruda y áspera realidad del minuto sin alimento, del quirófano sin luz, y, sobre todo, de la noche sin esperanza. Recuerdo que le pregunté por la oposición política, si veía alguna posibilidad pacífica de resolver el tremendo conflicto político y social del país. Me relató las múltiples divisiones de los partidos opositores, sus desengaños constantes (la política tiende naturalmente a la decepción y así debe ser: o es el arte de lo posible o es la dictadura de lo utópico) y la certeza de que sería muy difícil encontrar una salida no violenta. Pienso en aquel buen hombre en estas horas intensas, le imagino rezando en silencio entre los ruidos de los disparos, esperando.
A Venezuela le ha llegado su hora. Han sido muchas las ocasiones en las que parecía que todo el edificio del chavismo se venía abajo, muchos momentos en los que parecía que era imposible soportar tantos ataques a la libertad individual, a la propiedad privada e, incluso, al sentido común. Pero esos análisis se hacían desde fuera, desde el sillón de Londres, Nueva York o Madrid, donde uno reflexiona calentito con la nómina a resguardo después de leer a Philippe Nemo decir que la civilización occidental se define por «el estado de derecho, la democracia, las libertades intelectuales, la racionalidad crítica, la ciencia y una economía de libertad basada en la propiedad privada». Sin embargo, esa realidad teórica no existe en las calles de Caracas. Allí hay un chico que se juega la vida por ir a una manifestación a defender que a su padre no le cierren el periódico. Ese joven encarna los valores de Nemo, aunque no lo haya leído.
Ha llegado la hora de Venezuela porque Juan Guaidó ha logrado escoger el momento oportuno, con un Maduro desacreditado tras unas elecciones sin apenas reconocimiento internacional, con la economía absolutamente intervenida y desahuciada, y un entorno diplomático favorable (Brasil, Colombia y Argentina tienen ahora gobiernos contrarios a la causa chavista). Si a eso sumamos la evidente complicidad de la Administración Trump, el plato está servido. Nunca hasta ahora se habían dado todos esos elementos juntos y sería un error histórico desaprovechar la oportunidad.
Legitimidad probada
Llama la atención que tanto Izquierda Unida como Podemos estén refiriéndose a los sucesos de las últimas horas como un «golpe de estado», cuando es precisamente el régimen de Maduro quien desatendió los más elementales principios democráticos al obviar el resultado de las urnas que le condenó a la oposición en la Asamblea Nacional. Fue el régimen de Maduro quien no aceptó el resultado electoral y emprendió un camino que solo puede tener como término la emulación del modelo cubano, es decir, una dictadura comunista. El presidente de la Asamblea Venezolana tiene toda la legitimidad constitucional (Artículo 233) para tomar las riendas de un país al que su propio presidente le ha birlado de la democracia y hacer valer la Carta Magna (Artículo 234).
Aquí estamos hablando del bien y del mal y ahí, por mucho que Sánchez le deba la Presidencia a los defensores de Maduro, no puede haber equidistancias.
El apoyo de la comunidad internacional está siendo decisivo para el triunfo de la oposición. Nunca hasta ahora una persona como Guaidó había conseguido unificar la amalgama de voces que cohabitan en el enorme espacio político dejado por Maduro (que es todo el espacio que representa la Democracia, de izquierda a derecha) y, sobre todo, nunca hasta hoy se había logrado la manera de lograr la legitimidad democrática a una operación que fuera respaldada por la comunidad internacional.
Y España no puede permanecer al margen. Pedro Sánchez debe asumir la responsabilidad histórica que siempre ha tenido nuestro país en las cuestiones iberoamericanas ante los socios comunitarios, debe alzar la voz en defensa de la democracia y respaldar al nuevo presidente. Se lo están pidiendo el PP y Ciudadanos, Felipe González y cada vez un mayor número de personas de uno y otro espacio ideológico. Este no es un debate que pueda mantenerse con los códigos habituales de la política del día a día, la de la rueda de prensa de ida y vuelta. Aquí estamos hablando del bien y del mal y ahí, por mucho que Sánchez le deba la Presidencia a los defensores de Maduro, no puede haber equidistancias. Iglesias, Garzón y Errejón, que hace un par de semanas se atrevió a decir que gracias a Maduro los venezolanos comían tres veces al día, necesitan de la ideología porque, para ellos, esta confecciona la realidad. Es lo que dijo Sartori: «para quien no sabe pensar, para el que no tiene autonomía y auténtica fuerza de pensamiento, la ideología sigue siendo una muleta necesaria».
España está perdiendo la oportunidad de volver a ondear la bandera de la libertad y los derechos civiles. No es una frase hecha. Es la bandera que ondea el chaval que va a la manifestación, el obispo que reza en silencio y el tipo que lee a Philippe Nemo. Cada minuto que pasa sin que Sánchez alce la voz, España está perdiendo su sitio y está dejando que otros lo ocupen. España es la madre patria de millones de venezolanos, muchos de los cuales han acudido a su regazo huyendo de la tiranía comunista. El silencio del Gobierno -que es el silencio de Europa- es vergonzoso. A Venezuela le ha llegado su hora y España no puede permitirse parar el reloj.