Cuando Alberto abre la puerta de su cuarto se encuentra con su familia. Sale de la habitación adormilado, emitiendo sonidos invertebrados, algo confuso porque la noche anterior le dijo a una muchacha llamada Alicia algo parecido a esto: me gustas mucho. Seguramente no pronunció ninguna de esas palabras, sino que farfulló algún en plan precedido de un no sé. Ella se rio, agachó la cabeza y cogió su móvil. Luego ya no hablaron mucho porque llegaron el resto de colegas con sus bromas y sus latas de red bull. Así que esta mañana Alberto se ha despertado un tanto confuso, y aún no sabe si celebrar su valentía por haber hecho algo parecido a una declaración de amor o martirizarse por haberse quedado a medias. Lo que sí sabe es que, al sentarse en una mesa con el mantel planchado y un zumo de naranja recién exprimido, se encuentra delante con la mirada franca de su madre.
Buenos días, hijo.
Ggrrrh
La madre no le entiende, claro, pero insiste:
¿Qué tal ayer, llegaste muy tarde?
Gggrrrrrr, no sé, hhhrhhth, ses grhdhsada
Alberto se vuelve al cuarto a mirar el móvil. Nada. El último mensaje que le envió anoche a Alicia continúa con ese angustioso doble clik verde que se le clava en la incertidumbre con aspereza, como un guijarro o una china o un domingo por la tarde. De pronto, suena el móvil. Pero es su abuelo. Matías. Que cómo estás hijo, bien, y que si vienes esta tarde a echar la partida, ehhh, bueno, no sé, pues vale, qué bien, hasta la tarde cariño, ehhh, vale, adiós. La conversación no ha trascendido en la conciencia de Alberto, que vuelve a mirar el chat de Alicia. Doble clik verde. Mierda. Solo entonces cae en la cuenta de que se ha comprometido con su abuelo y que ya no hay marcha atrás.
A la hora de comer, Alberto le dice a sus padres en algo parecido al español que irá a merendar a casa de los abuelos. Sus padres se alegran y dicen que le acompañarán, que hace tiempo que no van. Alberto responde con indiferencia. En realidad está deseando acabar la comida y volver a su cuarto a mirar el móvil. No le dejan llevarlo a la mesa desde que su padre leyó un libro de un tal Hadjadj. O algo así. Intuye una vibración lejana. ¿Lo habrá dejado en silencio? No puede ser Alicia, nunca le ha llamado. Solo se comunican por wasaps, monosílabos y silencios. Será de Yoigo, piensa, mientras engulle unas lentejas con chorizo que su padre ha tenido su buen rato a fuego lento.
Cuando vuelve de casa de sus abuelos, Alberto está más tranquilo. No sabe muy bien por qué. Lo ha pasado bien. Se ha enterado de que en la guerra su bisabuelo, al que no conoció, salvó a 15 personas escondiéndolas en su casa. ¿En qué guerra?, se pregunta. De eso no se ha enterado. Pero le ha impresionado la historia. Siente algo parecido al orgullo familiar, como si aquel desconocido pudiera representar algo parecido al heroísmo y como si él fuera su legítimo heredero. Le han enseñado una foto. La verdad que era igual que su abuelo. Matías miraba la foto de un modo extraño, como deteniéndose en algún detalle que a Alberto se le escapaba.
Suena el móvil. Es Alicia. Dice que ha estado todo el día «rayada» dándole vueltas «a lo de anoche» y que «no sé», tienen que hablar y luego pone una carita sonriente y otra en la que el emoticono guiña el ojo. Alberto lee (mira) el mensaje unas cuantas veces. Y entonces, como poseído de una extraña seguridad, hija de los siglos pasados y de la serenidad de lentejas de su confortable vida, responde: «Ok, mañana hablamos. Me gustas mucho, Alicia, y me gustaría pasar más tiempo juntos. ¿Quieres que vayamos este viernes al cine?».