“Los artistas no son prácticos, sino que diseñan treinta formas (o más) de lograr un objetivo y escogen la menos eficiente porque es, en esencia, la manera más romántica”. Se me ocurrió ese embrollo hace unos días y he de reconocer que según aparecían las palabras unidas como eslabones dentro de mi cabeza distinguía, al mismo tiempo, todas las fallas y fisuras de tal afirmación más allá de su estética. Uno de los errores de interpretación más recurrentes en la sociedad de hoy es el de pensar que porque algo suene bien muy probablemente ha de ser cierto. Y no: hay verdades lingüísticamente infumables; si bien es real que lo auténtico, si se aprecia por aquellos que lo reconocen, tiende a venir revestido de un aurea de belleza del que solo bajo condiciones muy forzosas se desprende.
Personalmente, quizá por gustos propios o por contagio, considero un valor añadido la decoración en el mensaje. Un beso es un beso, claro; y no es la espectacularidad del mismo lo que lo hace más o menos tremendo; pero, vaya: en ocasiones necesitamos de cierto nivel de floritura para elevar el escribir, besar, pensar, vivir, a cierto arte. “No es tanto el qué sino el cómo”, decían. Y, sin embargo, sería una auténtica necedad el restar peso a la encomiable tarea de quien desarrolla un sobrio y extenso tratado filosófico, por ejemplo. ¿Cómo catalogar de mero o aburrido transcriptor a quien es capaz de transformar con constancia y pasión fría (que decía Ortega y Gasset) toda una conjunción mental de ideas plasmándolas con orden y sentido sobre el papel? Al contrario de lo que podrían pensar muchos románticos y vanguardistas, a veces los besos en calma no son solo útiles sino necesarios; e ir en contra de tendencias rupturistas puede ser también, por qué no, un hecho verdaderamente revolucionario.
Más allá del método
Dicho todo esto, y dejando claro que estoy bastante lejos de creer que existe un modo más o menos válido de escribir, pues estoy convencido de que hay tantos como o más métodos que personas (y la vida así me lo ha hecho ver), sí pienso que hay fórmulas adecuadas; pautas que facilitan un desarrollo y fluidez para tan bella y a veces sufrida tarea. Y, en este sentido, lo más importante, o un buen punto de partida, pudiera ser el adquirir conciencia de qué es lo que se quiere decir; ya sea a los demás o a uno mismo, teniendo en cuenta, claro, que aquello que tiene vocación de ser compartido multiplica su sentido cuando se hace. El lograr esto conoce diversas vías, pudiendo partir de lo particular a lo general o viceversa; pero camina siempre mejor quien sabe a dónde se dirige. Lo cual no quita, por supuesto, que existe un gran placer en eso de perderse y dejarse guiar por los asombros que surgen durante el camino. Por lo que cabría tratar de responderse a lo siguiente: ¿para qué quiero escribir exactamente? Y es aquí donde entramos en el quid del asunto.
No es obligado, pero conocer cuáles son las motivaciones propias que nos “empujan” hacia algo alumbra el ánimo evitándonos caer en los pozos de la incomprensión respecto a nosotros mismos y, desde luego, nos hace más libres. ¿O no goza de mayor libertad quien, eligiendo la opción que más conviene, la escoge con un mayor conocimiento de cualesquiera que sean las otras? Escribir, desde una posición artística, tiene bastante que ver con esto. Tiene que ver con abrir la mente de par en par y dejar que los horizontes intelectuales se expandan. Tiene que ver con dudar una y mil veces acerca de lo que uno cree saber como persona; con someter a riesgos cada uno de los pilares que sustentan los sistemas de valores. Solo así se logra una perspectiva suficientemente global acerca de las cosas; una visión crítica y sincera; un sistema sólido. Lo contrario, el mantenerse férreo, estático, inmóvil en lo que nos configura, sin atravesar el umbral de nuestros códigos morales, puede derivar peligrosamente en propaganda; en fanatismo; en sermonear sin autocrítica.
«La escritura ha de vivir al servicio de algo superior a sí misma».
Mientras el ser humano dure, siempre habrá escritores de todos los colores y sabores, pero los que entran dentro de los márgenes de la excelencia son y serán aquellos dispuestos a exponerse y a dudar de sí mismos y de todo lo que los rodea. Dudar no supone negar. Negar es sinónimo de aniquilar toda duda. Y por varios motivos (algunos más respetables que otros) existe un temor generalizado en estos tiempos de continuos cambios y de sobreinformación a que todo lo que conforma nuestra identidad estalle en añicos si nos descuidamos. Y es lógico, algo, al menos un poco de alarmismo. El sobrepluralismo cultural arrastra consigo innumerables ventajas pero también un bombardeo incesante que está condenando cada vez a más generaciones a un querer probarlo todo sin digerir absolutamente nada. Filosofías endebles, volátiles y con fecha de caducidad; pasiones que duran el tiempo que se tarda en pronunciarlas; argumentos tan vacuos como las pasajeras modas que los sustentan; y un interminable etcétera que crece a modo de vorágine y con fauces de desarraigo. Y todo ello “ofrecido” en dosis múltiples y diarias a través de dispositivos electrónicos que nos acompañan de la cama al retrete y del retrete al trabajo.
Y es, precisamente, la persona escritora, quien puede blandir sus herramientas creativas contra este apocalipsis intelectual. O, al menos, se le presupone contar con las armas adecuadas para mantenerlo a raya. Como cualquier otra actividad en la vida, la escritura ha de vivir al servicio de algo superior a sí misma. Así como alguien puede entrenar su físico para competir en un deporte, para salvar vidas o para propinar palizas, quienes esgrimen la pluma (lo quieran o no lo quieran) se hallan tarde o temprano ante la tesitura de tener que elegir por qué hacen lo que hacen o simplemente desistir en seguir haciéndolo. Por suerte y por desgracia, teclear es un esfuerzo demasiado tedioso como para ser un fin en sí mismo; más aún cuando el danzar de las yemas de los dedos no produce música. Una suerte de selección natural para separar el trigo de la paja que bien pudiera sintetizarse en una sentencia de Nietzsche:
“De todo lo escrito yo amo solo aquello que alguien escribe con su sangre”.
Mi primer recuerdo relacionado con escribir (fuera de la escuela) está ligado con preparar una carta para mi abuela siendo un calladísimo infante. Obligado; pues no entendía entonces el poder de las palabras ni su trascendencia. Pero, inmediatamente después, y aunque tuvieron que transcurrir varios años para ello, mi segundo recuerdo relacionado con escribir y el primero que tuvo que ver propiamente con la escritura, es el de la tarde en la que, con nueve veranos, decidí elaborar once cartas; una para cada una de las chicas que inocentemente a esa edad creía que me tenían perdidamente enamorado para el resto de mis angustiosos días sobre la faz de la tierra. Y fue entonces cuando descubrí que escribir no era un acto mecánico.
«Comprendí que escribir otorga a quien lo hace un poder sobre su propio sentido biográfico».
Escribir era de pronto un ejercicio transformador y el lápiz una varita mágica cargada de ideas, sueños, anhelos y aspiraciones dispuestas a derramarse sobre el excitante blanco del papel. Me percaté, súbitamente, de que existía algo así como un microscópico vacío legal en la vida; una rendija. Un medio por el cual todo lo que trascurría no tenía por qué ser necesariamente del modo en el que estaba sucediendo, sino que podía ir secretamente a mi habitación, encerrarme con sigilo, sacar un cuaderno y comenzar a reestructurar todo lo que no hacía bien; todo lo que no me gustaba de la vida. Que podía, incluso, arrancar del mundo de la fantasía aquellas cosas que parecían poco más que un leve susurro en las ventanas de mi imaginación, hasta hacerlas rugir y vibrar como fuego en boca de dragones a lo largo y ancho de una melodiosa penumbra que solo yo escuchaba cuando todos los demás parecían adormecidos por la inclemente inercia de los días. Comprendí que escribir otorga a quien lo hace un poder sobre su propio sentido biográfico y sobre el de también otras tantas existencias: las de sus lectores. Por lo que surge también, con el tiempo, un propósito de responsabilidad; o debería.
La escritura nos necesita
Pasan los años. La adolescencia de quien escribe se hace presente, sea en el momento que sea, y la literatura por emanación puede volverse coqueta; vanidosa; egocéntrica y vacía. Los adornos ya no están para resaltar o poner el acento; están para esconder todas y cada una de las carencias, quizá no de estilo, pero sí de trasfondo; de significado incluso. Comienza a perderse de misma manera la forma. Aquello que no tiene peso en sí mismo termina por arrastrarse alimentándose de la imitación; de las tendencias. Y llega el desencanto. Escribir se convierte en una maldición de vómitos de tinta; en una pesadilla de Hemingway; en una borrachera de Kafka; en un travestido Charles Bukowski. Escribir se torna en una novela rusa, salvo por el pequeño detalle de que no tienes ni las ganas ni el talento como para escribirla; solo un apático deseo de acallar el ruido de la incoherencia a base de emborrachar el cerebro con cualquier cosa que suavice un poco el frio. La poesía ya no es alegoría de nada; ya no es reivindicación social ni exaltación de la belleza. Es tan solo un plano torcido de Buñuel; el eco de una gramola que en algún instante lejano llegó a sonar quizá bien; a algo que decía algo de algo de algo que no se sabe ya qué diantres es. Y comienzas a maldecir. Empiezas a odiar escribir. Respetas a Rushdie porque no sabes decir que no a cierto encanto; pero lo demás se va por donde vino, dejándote una resaca.
Pero no. Uno de los bellos misterios de la literatura es el de que nos necesita como vasos conductores, pero la recogemos de fuera de nuestros cuerpos. Y es entonces cuando, en algunos casos, de entre las ruinas de una ciudad gris surge de nuevo esta con fuerza, creciendo bajo y sobre los escombros y en todas las esquinas. Y esa nueva situación; esa establecida zona cero, se hace cuna de vida y esperanza; se hace refugio y castillo, pero sin los horrores de la guerra. Y comienzan pues las delicadas notas de una partitura que, si se ha aprendido algo, te acostumbras, mediante la disciplina, a tratar con sumo cuidado y con mimo. Y te percatas entonces de las tonalidades de color que hay en el silencio. De que cada trazo puede ser especial si se encara con dignidad y queriendo contar algo realmente. Y de que escribir no es solo rellenar con letras un folio, sino una hermosa herramienta y un motor que colma de movimiento pantallas de cine, periódicos, radios, canciones en los teléfonos móviles y momentos de intimidad en los ojos de alguien que cuenta con tu afecto.
Entonces sí, escribes libremente. Y la creatividad, las musas, los motivos, las fuentes de las que te nutres y los impulsos son tan solo hechizos a los que recurres desde el más alto de los objetivos, que no es otro que el de hacer mejor al mundo.
Un escritor o escritora, es potencialmente tan grande como la magnitud de sus preocupaciones. Y lo consigue ser de facto cuando logra un nivel de implicación y de destreza que se corresponde con la gravedad de tales pensamientos. Entonces escribir se convierte en algo tan hermoso como jugar solemnemente. Y en el horizonte solo queda culminar el reto de aquel genio irlandés de frases brillantes:
“Ser natural es la más difícil de las poses”. – Oscar Wilde